viernes, 19 de diciembre de 2008

redada

comida

Comida

En los contenedores de basura están las muescas
inconclusas de quienes comen en la ciudad
un pastel de espinaca un puchero un escalope
un pescado gallego
una ensalada una pasta una sopa de letras un postre
un buen vino de marca un buen trozo de pan
donde las manos se afanan por la noche se mezclan
se humedecen en salsas se atenazan se separan en lucha
dentro de los contenedores de basura
combatiendo las raciones nadando en mayonesas
una carne allá abajo mordida y desairada
palpitante aún de labios femeninos
la cuchara de plata que brilla con la luna
un pequeño relámpago un rayito tantas casas
pendientes del menú nocturno de los pobres
en los contenedores de basura.

puedo ver

Puedo ver

Puedo ver detrás de los cristales la lluvia en la calzada
el niño aferrado a la mano de su madre interminable
cómo grita y se enfada el kiosquero en su refugio
la lotera de la suerte que pregona
sus alardes de optimismo
hombres sin sombra húmedos bajo paraguas
negros detrás de su destino
Puedo ver a colegiales que corren sin temor
a las aguas
al hombre que recoge las basuras con su chaqueta verde
al hombre que baja de su coche para vender baratijas
y comprar sus alimentos
uno doblado en tos por el tabaco esencial innecesario
puedo ver lo que no ven cuando dan vueltas y vueltas
caminan agitados
se hablan en lenguas escondidas para ocultarse
detrás de las palabras que recitan en la calle
sin nadie que les diga
que es mejor ser hombres y mujeres que fantasmas
puedo ver los fantasmas que tienen luces grises
de aburrimiento y soledades
esperanzas azules verguenzas de amarillo, a menudo
verdes estrellitas de alegría a menudo
el rojo de la ira y la pasión tan inestables
puedo ver el fracaso arrepentido los sueños las nostalgias
que transcurren bajo soles y lluvias en esperas temibles
como amantes amados que presienten
el horror de perder lo que se ama.

arrepentimiento

Arrepentimiento

Un poquito de arena y otro de tierra soy
un poquito de playa y otro poco montaña
a veces soy de árbol como desamparado
a veces agua
me dijeron que no duele la arena cuando es pisoteada
y que si soy de tierra no duele a menos
que la tierra se subleve y explote
como lava
nadie ha explicado nunca porqué los dolores
son tan dolorosos que no existen palabras
para identificarlos
la arena en la playa mar adentro nunca tiene horizontes
la montaña no deja ver el horizonte
estoy arrepentido de ser arena y tierra
pero no sé qué hacer para ser otra cosa

andres ramirez

Andrés Ramírez

La chica vestida de Papá Noel bailaba sonriente anunciando la bebida que refresca mejor. La cancioncilla era pegajosa y la cantaba desde hacía semanas todo Buenos Aires. Andrés estaba repatingado en el sillón del director, la camisa abierta y cabeza y pecho cubiertos de sudor. El ventilador soplaba un aire cálido que mojaba aún más los cuerpos.
- A ésto habría que dedicarse, ¿eh?. La publicidad si que da guita, comentó Daniel
Andrés no contestó. Sabía, por lo menos intuía, que todos los caminos estaban cerrados. ¿Cuántos días llevaban allí?. ¿Diez?. ¿Quince?. No eran nada los días. Las noches con sus ruidos por las escaleras, los ronquidos desacompasados, de vez en cuando una puteada, un pedo y un diálogo corto, violento. No eran nada los días. Se podía mirar por las ventanas el tráfico de la calle, se podía salir al balcón y esperar la llegada de los muchachos.. Al principio tenía gracia. El camión celular con sus grandotes porra en mano y los compañeros que comenzaban a gritar y a cantar. Luego, la ocupación de la calle y los bocinazos hasta que los garrotes iniciaban su trabajo. Fue los primeros días, claro. Luego, las negociaciones. Y los muchachos que ya no salían a la calle. Se sentaban en el café de enfrente, en las mesas de la vereda, y miraban el edificio de seis pisos horas y horas.
- ¿Y tu novela cómo anda?
- No anda.
- No te amargués. Vas a ver como todo se va a solucionar.
Daniel volvió al televisor. El primer día había sido lo mejor. ¡Este calor, carajo, que te humedece las manos y debajo de los ojos!. Andrés se levantó y fue hasta el baño de la Dirección. Se sacó la camisa y abrió la ducha metiendo medio cuerpo arqueado en la bañadera. Sintió que el agua le corría por la espalda y le mojaba la cintura.
- ¿Qué están haciendo arriba?
- Otra asamblea. Se van a enojar con nosotros por no haber ido.
- Ya estoy harto de ésto.
- ¿Vas a abandonar?.
No respondió. Abrió el cajón del centro del escritorio. Algunas carpetas y papeles sueltos. "Personal", decía una de ellas. La abrió lentamente aunque ya sabía lo que encontraría. La había visto miles de veces desde que comenzó la ocupación. García, once mil pesos; Mercedes, quince mil; diez mil otros veinte apellidos, los cronistas. La volvió a su lugar y cerró el cajón de un golpe. Ni siquiera valía la pena hablar por teléfono. La última vez Graciela había llorado mucho y le había suplicado que dejase, que ya estaba bien. El había asegurado que no había peligro, que le habían dado licencia en el otro trabajo y que no había problemas. Ahora ella llamaba de vez en cuando. Estaba preocupada porque no aparecía nada en los diarios y temía que sucediese algo. Pero él estaba alli, sentado en la Dirección. Hacía días que estaba allí. Todos como encarcelados, pese a las salidas nocturnas que realizaban de vez en cuando. Claro que no pasaban de la plaza del Congreso y volvían rápidamente por temor a que la policía hubiese ocupado la puerta y no les dejase penetrar en el edificio.
Se sintieron pasos al otro lado de la puerta.
- ¿Qué carajo habrán decidido ahora?
Daniel seguía mirando televisión. Mercedes entró agitada por la carrera.
- ¡Uf, qué calor!. ¿Por qué no fueron arriba?
- ¿Qué han decidido?
La muchacha se dejó caer en uno de los sillones de cuero y resopló con fuerza. Tenía un escote que dejaba imaginar sus redondeces, húmedas por las gotitas de sudor. Un cuerpo perfecto. Se secó la transpiración con un pañuelito azul.
- Va a ir una delegación al Palacio Legislativo. Parece que algunos diputados están interesados en lo nuestro.
- ¿Y quiénes van a ir?
- No sé, pero creo que vos estás entre ellos, Andrés.
A mendigar, siempre a mendigar. Estaba buena Mercedes. Le habían dicho que era la mina del dibujante Artagaitia pero no le constaba. Tenía piernas un poco macetonas abajo pero podía pasar por lo que se llamaba una mina bárbara. No se quedaba nunca de noche, claro, pero venía todos los días y traía algunos sandwiches y postres riquísimos, helados. Había sido una buena compañera los últimos días.
- ¿Por qué me mirás así?
- ¿Cómo?
- Así, como pensando...
- Por eso
- Sos un asqueroso, vos que te las das de intelectual
Daniel miraba a uno y otro sin entender. Apagó el televisor y se acercó a la ventana. Tenía el pantalón acartonado por el sudor.
- Lo mejor será que nos vayamos de aquí, dijo. Vamos a tomar un poco de fresco a la terraza y de paso tocamos la sirena.
Andrés siguió a Daniel a través del enorme vestíbulo y la sala de conferencias hasta el ascensor de la calle Rivadavia. Había en todas las habitaciones olor a encierro y a tierra. Se detuvieron en el sexto piso y subieron por la escalera hasta la terraza. Los ladrillos estaban descoloridos. El sol se estaba poniendo tras la cúpula del Congreso y allá abajo, en Avenida de Mayo, cientos de autos se perseguían unos a otros.
- ¿Te gusta Merceditas, ¿eh?
- Les gusta a todos. Andá y tocá la sirena.
Daniel se dirigió hacia la torrecilla de hierro en tanto Andrés recogía de un cajón miles de papelitos impresos con las razones de la ocupación. Ya quedaban muy pocos y hacía tres días que el sindicato no les enviaba más. Daniel dio vueltas la manija y la sirena comenzó a vibrar, muy tenuemente al principio. Cuando el sonido se volvió más agudo y la gente de la calle comenzó a mirar hacia arriba, Andrés se asomó y lanzó varios puñados de papelitos. En la esquina se amontonaban los curiosos. Del camión celular bajó el oficial, miró arriba y se acercó al gran ventanal del edificio. Allí se detuvo haciendo bocina con las manos y llamando a alguien.
- Mirá qué bien se ha colocado. ¿Le tiramos un ladrillo?
Daniel no escuchaba. Transpiraba copiosamente mientras daba vueltas a la manija. Andrés tiró un puñado más de papelitos. El oficial hablaba con alguien en el ventanal. En el café de enfrente algunos compañeros se levantaron y aplaudieron mirando el edificio hasta que dos policías bajaron del vehículo y se acercaron a ellos. Volvieron a sentarse en silencio.
- Terminála ya.
- Un poco más, así no se olvidan los hijos de puta.
Por la puertita de la terraza aparecieron corriendo varios compañeros, Alfonso entre ellos.
- ¿Están locos, ustedes?. ¿No les hemos dicho que lo de la sirena se acabó?. ¿Qué quieren, terminar con las negociaciones?.
Negociaciones un carajo. Hay que darles con todo para obligarlos a abrir.
Pero Daniel soltó la manija y la sirena exhaló un quejido largo, lastimoso, postrero. Alfonso tomó a Andrés por el brazo.
- Vamos, vos y yo tenemos que hablar
Cuando entraron en la Dirección aún estaba allí Mercedes. con los ojos entrecerrados. Andrés creyó que Alfonso la iba a echar pero no lo hizo. Se sentó en el sillón del director y comenzó a hablar. Alfonso era el Secretario Gremial del Sindicato.
- Se están portando como pelotudos, Andrés. Este asunto es más delicado que la simple aventura. Cualquiera toma un diario o una fábrica. El problema es reabrirlo y para eso hay que negociar, tocar todas las puertas. Si vos y Daniel no están de acuerdo y van a seguir jodiendo, es mejor que se vayan. Decí: ¿qué van a hacer?
- Mirá Alfonso. Cuando iniciamos la ocupación éramos cuarenta y doscientos en la calle. Y además venían los del Sindicato a armar bronca. Ahora somos ocho aquí, diez enfrente que no se atreven a abrir la boca y han pasado como quince días. Si no hacemos algo, nos van a comer los piojos.
- Aún tenemos el edificio, ¿o te creés que no lo pueden desalojar cuando se les cante?. ¿O te creés que no lo han hecho por vos?. Aprendé de una buena vez: si no negociamos, nos echan a patadas. Y a otra cosa. Mañana por la mañana vamos a ir al Congreso y vos vas a venir con nosotros, ¿entendido?
- Entendido.
Había comenzado a sudar y no tenía ganas de protestar. Alfonso desapareció. Mercedes sonreía.
- Le han dado una lección al señorito, ¿eh?
Andrés se levantó y caminó hacia ella. Puso sus manos sobre los brazos del sillón, se inclinó sobre la muchacha y apretó su boca contra la de ella, dio media vuelta y volvió a sentarse. Mercedes no se movió.
- ¿Por qué hiciste eso?
- Porque me gusta. ¿A vos no?.
Las luces comenzaban a encenderse en la calle y el tráfico se había reducido. Arriba se escuchaban algunos ruidos. La mayoría de los compañeros estaban en el tercer piso, en la Redacción.. Sentados en las sillas giratorias hacían su rueda de mate y miraban televisión. Hacia quince días ya. El sabía que no encontraría otro trabajo y había decidido que había que irse de ese país de mierda. Le jodían los peronistas, los radicales, los Frondizi y casi todo. Había comenzado a trabajar en "El Criticón" para hacerse de unos mangos más y poder casarse. Pero "El Criticón" había cerrado una semana antes del altar. Les había agarrado un miedo cerval a los hijos de puta. Cuando se enteraron que cambiaba el gobierno, escribieron su último editorial y se largaron. El Director había desaparecido; el subdirector había desaparecido, el gerente había desaparecido.
La asamblea después, lastimosa, con las minas de Administración llorando y Mercedes al lado de Artagaita. No había podido mirarlos mucho porque él formaba parte de la Comisión y estaba en el estrado. Pero lo había aprendido muy bien en los cines y en los libros, que no hay mujer posible sin su macho ni amor sin su tragedia. Mercedes le tocó el hombro.
- ¿Vas a ir mañana al Congreso?
- Seguramente. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
Cayeron las primeras gotas levantando un vaho oloroso del asfalto. Siempre le habían gustado los días de lluvia. Tenía un buen piloto y un par de galochas. Cuando llovía, salían con Graciela a caminar por las barrancas del barrio y no comprendían porqué la gente huía de mojarse. Era -decía Graciela- el momento del amor. Y lo hacían en todas partes, como un homenaje al dios del agua. Después vinieron las mañanas en el café, unos iban y otros venían, y ellos siempre allí, esperando que el diario se abriese. Hubo una esperanza seis meses después, pero fue vana. Todos los días las mismas preguntas adónde vas, cómo te ha ido. A veces se demoraba en volver a casa para no escuchar los interrogantes. Cuando llovía no salían ya. Ella en la cama viendo televisión y él acodado a la ventana que daba al jardín de todos los departamentos, un pequeño cuadradito de césped que cuidaba la portera. Y habría querido ser santo, o héroe, o sabio pero cuando no tenía nada que hacer decía a Graciela que se iba a la editorial tal o al diario cual a buscar trabajo y se iba hasta Palermo. Leía el diario de cabo a rabo y observaba a los niños y a sus madres.
"Estoy embarazada", dijo, y se puso triste. ¿Por qué te ponés triste, mi amor?. "Porque vos lo estás". Un hijo es una cosa seria. Nunca había pensado en tener un hijo. Nunca había pensado en casarse. Nunca se piensa en nada, claro. Las cosas van sucediendo poco a poco, cuando se está acostumbrado para ellas.
Abandonó el sillón, cerró la persiana de hierro y tomó el ascensor de adelante. Las luces de la Redacción estaban encendidas. Daniel cebaba mate mientras Hugo y Sergio compartían los trebejos.
- ¿Se fueron todos ya?
- Si
- Nos vamos quedando solos, ¿eh?
-Ya volverán. Y espero que cuando esto termine a nosotros nos aumenten el sueldo.
Fue hasta la heladera y sacó un pedazo de jamón. Luego se lavó bien, se sacó los pantalones y los zapatos y quedó en calzoncillos. Se puso frente al ventilador.
- Te vas a morir con la corriente de aire.
- Me voy a morir sin la corriente de aire.
- Andá al carajo.
Al principio era una cuestión de valentía, de aceptar el desafío. Luego, cuando los garrotes comenzaron a funcionar y Graciela lo leyó en la prensa, se hizo quizás amor propio. Y luego inercia. Ahí estaba, comprometido en algo que realmente no necesitaba sin saber bien para qué. Había comenzado a adivinarlo cuando los muchachos comenzaron a faltar, cuando cada día eran menos. Había comenzado a sospechar cuando Uvas, el dirigente gráfico, dijo que no había nada que hacer y que las cosas se arreglarían en otro lugar, no en el diario ocupado. Tuvo la certeza de que nada se solucionaría cuando descubrió que el propio Alfonso aparecía una sóla vez al día, una hora, quizás dos, para prohibir la sirena y el escándalo. Aquello se estaba muriendo y, no sabía bien porqué, no quería que se muriese.
Fue a sentarse al que había sido su escritorio. Se abría la tapa y aparecía la Olivetti, ahora cubierta de polvo. Pasó un trapo por la máquina y sopló las letras de plomo. Puso un papel y escribió: "Todos los gatos, por la noche, son pardos, el Avemaría es corto pero doloroso arriba de un avión y mi tía solterona no encontró ningún muchacho debajo de la cama". No tenía sentido. Se levantó y fue hasta la ventana. Seguía lloviendo y había muy poca gente en las veredas. Sólamente los pequeños grupitos que esperaban los ómnibus. Frente al diario, el camión de la policía. Debían estar podridos los pobres canas.
Se vistió nuevamente e invitó a salir a Daniel. Sergio debió acompañarlos hasta la planta baja para cerrar el candado a sus espaldas. En el café tomaba su cerveza el oficial Gómez.
- ¿Cuándo se van a dejar de joder, muchachos?. Ya estamos todos muy cansados. Hay un gobierno constitucional y pueden solucionar sus problemas de otra manera.
- No hay manera, dijo Andrés, ni con este gobierno ni con otro. Nadie quiere hacerse cargo de una deuda y menos con un conflicto duro como éste.
- Por lo menos, no toquen más la sirena. Un día nos van a decir que entremos y los vamos a lastimar.
- Pierda cuidado, oficial. Aquí nadie lastima a nadie. Cuando usted pueda entrar sólo va a encontrar ratones.
La lluvia había cesado. Andrés y Daniel caminaron hasta el Congreso, brillante de agua, y regresaron por avenida de Mayo. Tiraron varias piedras a las ventanas hasta que bajaron a abrirles.
- ¿Dónde vas a dormir hoy?
- Con los muchachos. En el tercero.
- Andá, nomás, yo me quedo aquí.
Le deprimía el tercero, con sus tarros de pintura, las sábanas rotas para hacer cartelones, las maderas esparcidas por todos lados y los restos de comida. Se quedó dormido en el sofá de cuero.
........ooooooo..........
Hoy es treinta, pensó cuando Sergio lo movía para terminar de despertarlo. Casi fin de año ya. Fue malo el anterior, siempre son malos los anteriores hasta que pasan los años y todo se olvida para que parezcan buenos. También la comida con los amigos, con sus chistes viejos y las migas de pan volando sobre la mesa. El ómnibus y a casa. Habría que dormir la siesta hoy, decía Graciela, para quedarnos levantados hasta tarde. Graciela siempre esperaba algo distinto, algo que la hiciera salir de la rutina. Pero no pasaba nada. Ella también lo sabía pero se aferraba a la débil posibilidad. ¿Qué podía pasar?. Pero Graciela esperaba. Esta noche algo tiene que ocurrir, tiene que suceder algo. Y suegra y suegro con los rostros cansados sonrientes preparando la mesa con fiambres y pollo y ensaladas de todo tipo. Algo tiene que ocurrir. Graciela hablaba con sus hermanos, hablaba y hablaba y reía. Algo estaba sucediendo pero era sólo dentro de ella. Admiraba su facilidad para alegrarse con cualquier cosa, para formar a su alrededor un círculo de alegría hablando sin decir nada. Algo tenía que ocurrir y el año pasado había ocurrido porque Andrés estaba de buen ánimo con el nuevo trabajo y quería comunicárselo, darle algo para contar a sus amigas. Cuando todos se abrazaron y besaron envueltos por la sirena del televisor, se la llevó arriba y la abrazó para no soltarla. Graciela decía que no, que aquí y ahora no, que no, pero dejaba hacer a sus manos hasta que cayó la bombacha y la mantuvo apretada mientras se mecían violentamente contra la pared del pasillo. Luego bajaron y ella estaba radiante porque algo había ocurrido y Andrés la quería en el nuevo año que se alumbraba para bien.
Se lavó la cara y salió al vestíbulo donde le esperaban los muchachos.
- ¿Con qué bloques vamos a hablar?
- Con todos menos con el oficialista, respondió Alfonso. Vos sos amigo de los democristianos así que te dejamos esa misión.
Andrés golpeó la puerta y le hicieron pasar a una salita adornada con carteles partidarios donde dos oficinistas escribían a velocidad supersónica. Una flecha roja sobre campo azul. El escudo de armas. Una declaración de principios.
- Pase, amigo, pase. ¿Qué lo trae por aquí?
Había conocido al diputado Del Vecchio hacía alrededor de diez años cuando el partido prácticamente comenzaba y él visitaba las casas de Vicente López para hacer prosélitos. Estaba más calvo y su nariz aparecía exageradamente enorme sobre sus mofletes.
- Venía por lo de "El Criticón", Del Vecchio. Usted sabrá que lo tenemos ocupado desde hace dos semanas y deseamos el apoyo de los bloques parlamentarios para resolver el problema.
- ¿Están bien?. ¿Les falta algo?. Díganlo que nosotros podemos ayudarlos...
- No se trata de eso, diputado. Nosotros queremos desocuparlo, pero que nos aseguren que el diario va a reabrir. Hay quinientas personas sin trabajo...
- Sí, sí, lo sé. La cosa es grave. Claro, ustedes comprenderán que nosotros podemos hacer poco.
- Ustedes pueden denunciar y presionar
- Con este gobierno ni eso vale. Ya ve usted que no hace nada. Pero, por supuesto, algo vamos a hacer. No podemos permitir que se frustre una fuente de trabajo tan importante.
- Pueden subsidiar nuestra lucha
- Ah, no, eso si que no. Nuestro partido se ha opuesto siempre a los subsidios. No podemos sentar precedente. De esa forma, cualquier trabajador con problemas pediría subsidio.
- ¿Qué va hacer entonces, diputado?
- Vamos a ver, vamos a ver. Quedó un rato pensativo. Por ahora vamos a denunciar la situación en la Cámara. Usted sabe que no sólo es "El Criticón", hay otras empresas muy importantes cerradas. Es un problema mayor del que ustedes creen.
Andrés se levantó con violencia
- A nosotros nos interesa nuestro problema, diputado.
- No se ponga así, muchacho, que todo se va a solucionar. Fíjese que si la denuncia tiene éxito podemos lograr que se acepte el cese de tareas, el lockout patronal, como un despido. Al menos, podriamos lograr que se pagase indemnización a todos.
- Queremos el trabajo, diputado. Muchas gracias.
Salió dando un portazo. ¡Estos hijos de puta!. Total, ¿qué les importa indemnizar si no pagan ellos?.
- ¿Todo bien?, preguntó Alfonso.
- Todo bien. Estamos en el país de los cabrones.
Alfonso se mostró optimista. También el bloque socialista había dicho que se ocuparía del asunto. El problema era que la Cámara entraba en su mes de receso, de modo que habría que esperar.
- ¿Esperar qué?, preguntó Andrés.
- No seas burro. Esto nos obliga a replantear las cosas. No creo, en principio, que la ocupación sea necesaria. No vamos a quedarnos esperando otro mes. Claro que iriamos todos los días a ver para que no entrase la policía.
- Yo me quedo.
Caminaban la avenida lentamente. Las once y media. El tiempo pasaba con rapidez. Subieron a la Dirección y vieron el carro policial con dos canas bostezando.
- Y Mercedes, ¿donde se metió?
- Si seguís franeleándola no va a aparecer más.
Alfonso sonreía suavemente. Había terminado la batalla para él. Lo dijo después en la minúscula asamblea del tercer piso. Se había luchado, se había hecho escándalo, se había negociado. Sólo restaba esperar y no era necesario hacerlo en el diario. Hay que ponerlo a votación. Cuatro dijeron que se iban. Los otros tres miraron a Andrés.
- Yo me quedo aquí.
- ¿Para qué carajo te vas a quedar, imbécil?, gritó Alfonso. ¿Nos querés meter en un lío peor aún?. ¿Sabés lo que va a pasar?. Que nadie les va a dar bola. Se van a quedar para que los coman las ratas. Ya hicimos bastante, ¿no?. ¿Qué querés ahora?
- Quiero luchar, Alfonso, y no importa si lo entendés. Vale la pena luchar y vos proponés abandonar.
- Ah, claro. El señorito quiere ser un héroe, el soldado desconocido...
- No quiero ser un carajo, pero no quiero que me pisoteen y putear y que me sigan pisoteando y putear más despacio y que me pisoteen y abandonar la lucha.
- No hay condiciones, ¿no lo comprendés?. Algún día se podrá hacer algo.
- Pues yo lo hago ahora. Andá, andáte a decirle al Partido que cumpliste.
- No ofendás porque te cago a patadas.
- Siempre hablando de las condiciones, de algún día, de que las circunstancias. Vos ni siquiera comprendés Vietnam. Ni siquiera comprendés que haya gente que prefiere luchar a comer.
- Andá a la mierda. Yo me voy.
Alfonso desapareció con sus seguidores. Ahora comprendía bien. Era el sistema, claro. Pero Alfonso estaba en él, formaba parte de él. Las condiciones. ¿Y cómo mierda iban a darse las condiciones si todos se rajaban a la hora de poner los huevos sobre la mesa?. Habían hecho el ridículo. Habían malgastado quince días de calor por nada. La ocupación terminaba. Pero no para él, no para él. Se iban a acordar, carajo. Diputaditos de mierda. Mierdas a él. Se iban a acordar, claro que se iban a acordar.
- ¿Qué vas a hacer ahora, Andrés?, preguntó Daniel.
- Ya pensaremos algo. Vamos a comer
Almorzaron en el restaurante de la esquina y regresaron al diario rápidamente. ¿Qué hacer ahora?. Hugo y Carlos iniciaron su milésima partida de ajedrez en el tercer piso. Sabía lo que haría Daniel. El televisor de la Dirección ya estaba encendido cuando Andrés bajo al primero. Fue hasta el subsuelo y se paseó por los puentecillos de la rotativa. Mugre por todos lados. Aún quedaban algunas bobinas en el depósito pero sin gráficos no se podía imprimir nada. Publicidad en planta baja. Abrió algunos cajones. Ordenes de anuncios. Un sandwich con el pan verdoso. Por la ventana se veía el carromato policial. Por un momento pensó que no había nadie en él, que lo habían dejado en la calle para asustarlos pero que ningún cana descendería si tocaba nuevamente la sirena. Las tres de la tarde. Graciela estaría durmiendo la siesta. Le molestaban los ventiladores para dormir y siempre peleaban por eso en verano. Al final, él acomodaba el aparato en su velocidad mínima apuntando contra la pared de su lado. No le calmaba. Cuando tenía fresco el pecho, sentía correr las gotas de sudor por la espalda.
Subió hasta el salón de conferencias y se sentó en una de las butacas. Allí había comenzado todo. No cabían en la sala y era difícil imponer orden en la algarabía. Hubo que calmar a algunos que ya hablaban de incendiar el edificio y marchar sobre la casa de gobierno. Y las minas aquellas feas de la Administración llorando. Al final se había decidido la ocupación. Veinte, nada más, para que no se armase mucho lío. Las mujeres se ocuparían por turno de llevar comida y lo que hiciese falta. Los otros hombres, a calentar la calle. Cerró los ojos y pensó que se dormía.
¿Qué hacer ahora?. El no era lider de nada y Daniel y los otros dos se habían quedado por él. Tenían ganas de irse. ¡Y él también, qué joder!. Sintió una agradable sensación de poder cuando se dio cuenta que seis pisos dependían de él, que parecía el comandante de una nave. A la deriva, claro. Al fin y al cabo era lo mismo estar ahí sentado que hacer antesalas en las redacciones pidiendo trabajo. ¡Qué puto oficio, Dios!. Dios debe quedar en cualquier parte menos aquí. Podía hablar a Graciela y arreglar para irse a casa. Ella estaría contenta. Ya no podían hacer el amor. Lo habían intentado la última vez hacía casi un mes. Con ella arriba. Pero la panza había crecido demasiado. Diez kilos, decía ella, ya no puedo engordar más. Y otra vez se había tenido que arquear dificultosamente y sostenerse en las manos para poder penetrar. Pero le gustaban las mujeres embarazadas. Era un misterio verlas tan tersas, tan sonrientes con esas sonrisas tenues, más de ojos que de boca, como si el mundo estuviera comenzando con ellas.
No podía ser; allí se quedaría hasta el final. Pero no sabía si había final porque tarde o temprano debía volver a casa.¡Ni una pizca de heroismo y dignidad, carajo!. Por lo menos que alguien lo señalase por haber hecho algo decente.
- He descubierto un lugar mejor que éste. Con aire acondicionado.
Mercedes estaba a su lado y él no se había percatado.
- ¿Y vos que hacés aquí?
- Estamos en la ocupación, ¿no?. Vení, te voy a mostrar.
La siguió hasta el ascensor. En el cuarto piso estaban las oficinas de Administración. Mercedes sacó una llave del bolsillo y abrió una puerta. Colocó la llave por el lado de adentro.
- Fijáte un poco.
Cruzó la habitación y abrió la puerta que daba a la oficina del Jefe de Personal. Un aire helado se le coló por todos los poros. Andrés avanzó hasta el despacho y se tendió en el sofá..
- ¿Y me querés decir que no nos hemos dado cuenta de ésto en quince días?
- No sólo eso. Cuando se me ocurrió entrar hace un rato el aire estaba funcionando. Debe haber estado así los quince días de la ocupación.
¿No lo ves? Si hasta para estas cosas somos imbéciles. Se tiró en el sofá y cerró los ojos. ¡Qué boludos, pero qué boludos!. Ahora si se estaba bien. Ahora podía seguir dos meses más, hasta que le creciesen las telarañas. Abrió los ojos y vió a Mercedes, que se le había quedado mirando.
- Vení, Merceditas.
- ¿Qué querés?
- Vení.
Ella se acercó despacio. Cuando la tuvo a mano, sin levantarse, Andrés acarició su pantorrilla. Comenzó a subir la mano sin dejar de mirarla. Cuando llegó a las rodillas la miró
Mercedes se agachó sobre él y le besó en la boca. Entonces él siguió hasta los últimos misterios de la muchacha y rodaron por el suelo alfombrado en una batalla de gemidos y salivas como si en ello les fuese la vida.
- ¿Y Artagaita?
- No estoy casada con él. ¿Y Graciela?
- Se ha casado con su hijo.
- Y el tuyo. ¿Te das cuenta?. Casi un año trabajando juntos para caer en ésto justo cuando se acaba todo.
- No seas dramática. Vos y yo no nos acabamos.
- Quizás no nos veamos más
- Seguís con el drama, Merceditas. Aunque no nos viésemos, ha valido la pena.
- ¿Lo decís por mi?
- Lo digo por todo. Cuando se hable de ésto dirán los nombres de los valientes y estaremos nosotros.
- Y dirán los nombres de los idiotas y también estaremos nosotros. Pronto se olvidará, vas a ver. Todo se olvida.
- Nosotros no lo olvidaremos
- Claro que no, pero será por lo de ahora mismo no por la ocupación.
- Besáme, estás muy filosófica.
Mercedes le besó y siguieron en sus juegos por unos momentos que les parecieron horas. Hasta que sintieron frío, un frío intenso que les atravesaba tras haberse desembarazado del calor de sus cuerpos. El cielo comenzaba a teñirse de gris. Miró por la ventana y vio el carro policial.
- Si supiesen esos qué estaban haciendo los ocupantes, sonrió
Bajaron a la Dirección, donde Daniel continuaba con los ojos fijos en el televisor.
- ¿Qué vamos a hacer, Andrés?. Yo quiero pasar el fin de año con la familia.
- Yo también, pero falta mucho para eso.
- Es mañana.
- Te digo que falta mucho. Si querés irte, andáte. Yo me quedo.
Las luces se encendieron en la calle. Una vez más, la décimosexta vez. Mercedes tenía los ojos brillantes. Los dos sabían que la cosa no duraría pero había sido muy bonito, una aventura muy bonita. El calor y la humedad que se pegaba a los cuerpos, quizás. O la situación, eso de sentirse solos en el enorme edificio vacío e inútil. Hablaría a Graciela para decirle que todo había terminado, que estaba solo con Mercedes -no, con Mercedes, no- y que no había nada que hacer. Ya sabía su respuesta: vos resististe hasta el final, hiciste bien las cosas, nadie te va a echar nada en cara. Mercedes se había acercado al ventanal. ¿Y ahora qué?. Había sido la primera vez, la primera infidelidad.
- Me voy, Andrés.
- ¿No te quedás conmigo?
- Ya estamos todos hartos, ¿no?. Tenemos que pensarlo.
-¿Venís mañana?
Ya se había ido. Se quedó un rato mirando pasar los automóviles y ómnibus. El oficial Gómez tomaba su gaseosa acodado al mostrador del bar. Subió al tercero. Hugo, Carlos, Daniel. Interrumpieron la conversación cuando le vieron aparecer. El sabía de qué hablaban. Y él sabía lo
que pasaría luego. Una noche más, salir a comer, ajedrez y sueño. Pero mañana no. Mañana, cuando el sol apretase, comenzaría a estar solo totalmente. No podía culparlos. Al fin y al cabo, era una tontería, una real tontería.
.........ooooooooo........

Despertó tarde, casi a mediodía. Los chorros de agua de las canillas de la bañadera de la Dirección caían pesadamente sobre su cuerpo desnudo. Se sintió más liviano cuando el agua comenzó a cubrirle las piernas. ¿Vendría Mercedes?. El agua iba subiendo por los rollos de la barriga. Flexionó las rodillas y se hundió hasta el cuello. Las yemas de los dedos comenzaban a arrugarse. Se hundió aún más apretándose la nariz con los dedos y, con la cabeza bajo el agua, abrió los ojos. El techo tenía manchas oscuras que bailaban y comenzaban a oxidarse las canillas de la ducha.
Salió de la bañadera y anduvo desnudo por la Dirección, los pies hundiéndose en la alfombra rojiza. En el tercero aún había en el cenicero un pucho del que salía humo. "Todos los gatos, por la noche, son pardos...". Marcó el número de su casa. Esto se acaba. Zumbido. Silencio. Zumbido. Silencio. Zum...
- ¡Hola! ¿Quién habla?.
La voz de Graciela. Se quedó escuchando su respiración.
- ¡Hola! ¡Hola!. Conteste. ¿Quién habla?
Colgó. Recorrió los bordes del escritorio y un polvo negro, de días, se le quedó en las yemas. ¡Hijos de puta!, ¡País de mierda!. Bajó a la Dirección, colocó un sillón frente al gran ventanal y se sentó a mirar la calle. Ni un alma. Allí seguía el camión azul. A través del agujero de una de las ventanitas se veía el reflejo de un fusil lanzagases. ¿Vendrá Mercedes hoy?. Mercedes, quince mil pesos, que nunca más, como ninguno. Bolivia 2750, 611-5545. Marcó.
- ¡Hola!. ¿Quién habla?
- ¿Me puede dar con Mercedes, por favor?
- Un momentito, por favor.
Se alegró de que estuviese en casa. La voz de ella
- Quien es?
- Soy yo, Andrés.
- ¿Desde dónde hablás?. ¿Desde tu casa?
- No, desde el diario.
- Ahhh!
Un silencio corto
- ¿Qué querés?
- ¿Vas a venir hoy?
Otro silencio, ahora más largo.
- Mirá, tengo que ir al centro a hacer unas compras; no sé si voy a tener tiempo. ¿Vos querés que vaya?
- Creo que si. ¿Vas a venir?
- No sé. A lo mejor.
Está demorando el final. Quisiera quedarse tirado allí eternamente, en una eternidad que fuese siempre la de ese mismo día sin pasar, sin llegar al siguiente. A las cuatro comenzaron a abrir algunos comercios y los paseantes salían de ellos cargados de paquetes. El oficial Gómez se había sentado en una de las mesas de la vereda, bajo el toldo metálico. El miraba fijamente todos sus gestos, su mirada enroscándose en las muchachas que pasaban a su lado. Gómez también le vio. Durante cinco, diez minutos estuvieron así, mirándose casi sin pestañear. Finalmente, el oficial levantó su vaso, brindó con él a la distancia de la calle y se lo mandó de un trago. La camisa estaba empapada y se la quitó. Puso el ventilador.
A las seis las nubes negras del sur habían cubierto la ciudad y comenzaba a soplar una brisa fresca. El oficial Gómez llamó a sus hombres y les mandó subir al celular. Antes de ascender a él, miró hacia donde estaba Andrés, levantó su brazo derecho en un saludo y lo dejó caer con violencia sobre el codo del izquierdo, que se dobló aparatosamente. Después se fueron.
Ni siquiera ellos. Ni siquiera ellos. Fue hasta el sexto piso y comenzó a encender todas las luces hacia abajo, hasta las del depósito de papel y la rotativa.. El edificio quedó iluminado "a giorno". Luego volvió a su puesto de observación. Desde la calle su figura se recortaba rodeada de luces. Las nueve ya. ¡¡¡Riiiing!!!
- Hola
- ¿Todavía estás ahí?. ¿No te pensás ir a tu casa?
- Todavía estoy aquí
Colgó. Era Mercedes con una voz distinta, más dura. No lo había creido. Tampoco ella lo había creido.. ¿Es que nadie creía en nada?. ¡Y una mierda, él no se entregaría!. Los actos gratuitos. Y ayer en la alfombra todo era distinto cuando la besaba y se miraban arrobados. No comenzaba nada, claro. La cosa se terminaba. ¿Por qué lo había hecho?, Y Graciela esperándolo. Siempre había alguien esperando a alguien. A veces se encontraban, claro, en la cama o en las miradas. Para despedirse siempre de todo y abrazarse para despedirse y hacer el amor para despedirse y decirse te quiero despidiéndose. Y Mercedes allá arriba, mostrándole el aire acondicionado para hacer el amor porque también se estaba despidiendo y era definitivo y único sin amor, los cuerpos sólamente, como desperezarse o rascarse con furia para sufrir hasta que el placer acabase.
Las once y media ya. Dentro de media hora el año nuevo. Dentro de media hora, no. Se acordarían de él, se decía mientras subía peldaño tras peldaño hasta la terraza. Comenzaban a caer las primeras gotas y la gente sentada en el living con sus sonrisas idiotas de año nuevo porque mañana será distinto y saldrá el sol para lo mismo. Se acordarían de él, dijo, y tomó con fuerza la manija y comenzó a dar vueltas y vueltas. Y el quejido se hizo sonido agudo, vibrante, poderoso, estridente, tres, cuatro, cinco minutos, ya le dolían los brazos. Y la soltó y bajó rápidamente las escaleras y salió a la calle empapándose aún más pero sabiendo que doscientas mil, trescientas mil personas habían festejado el fin de año antes de tiempo. En el boliche de la esquina algunos cantaban y gritaban el año nuevo.
Andrés tomó un taxi a su casa.

mujer

Mujer

Eras apenas útero en la profundidad de la caverna,
cocina de tronco y ramas, lecho de pieles, atracción no aprendida
de plantas aromáticas
fuego nocturno cosa
para el hombre que cazaba animales
hacedor de la pesca la rueda las sendas y las armas
dominador señor jefe de piedra y lanza
un cuerpo para las noches de la nieve
apenas una sombra y un silencio que ni siquiera
en los dibujos del muro y del bisonte figuraba
empezaste a tejer y estás tejiendo abrigos para los hijos
botas para tu hombre alfombras para la casa
empezaste a sembrar y estás sembrando
las lechugas el trigo girasoles manzanas
pusiste color en tus mejillas flores en tus cabellos
reflejaste tu hermosura entre las aguas
empezaste a decir a conocer a elegir
pero el hombre se apropiaba de todas las palabras
empezaste a llorar y estás llorando
ya te quieren ya dicen que te quieren
te rodean de joyas y vestidos te acarician te hablan
escriben poemas a tus pechos dicen volverse locos
cuando pierden su propio rumbo en tus miradas
te colman de ilusiones útero sin voz, apenas cosa,
tejes abrigos siembras trigo tu cuerpo tiene
lecho de pieles en la profundidad de la caverna.

ciudad

Ciudad

A Mendoza

En la ciudad donde los hombres ignoran
qué harán desde que nacen a la muerte
en medio del desierto
qué hacer entre las siestas y la noche
qué hacer cuando los árboles
parecen inmortales
regados por acequias de aguas aburridas
entre surcos de barro hasta la piedra
en la ciudad donde los hombres aman
a veces, cuando aman,
cuando no hay otra cosa que hacer
más que el sueño y el sexo
entre la siesta y la noche
cuando no pasa nada
cuando se cuentan cosas que apenas interesan
en medio del desierto
la ciudad rodeada de vides y de soles
se despereza

ella

Ella


Era difícil para Andrés pero había que sobrevivir. Había inventado decir "o me faltan huevos o me sobran hijos, o quizás las dos cosas". Pero a veces era realmente difícil. Sobre todo, cuando alguien le ponía en el disparadero.
Estaba ocurriendo esa noche. El coronel había tomado unas copas de más, dicharachero. Tras su aparente alegría se escondía una cierta angustia, incertidumbre quizás.
- A esos que ustedes llaman tupamaros, decía, nos los vamos a cargar. Los vamos a hacer mierda. ¿Qué carajo se creen?, ¿Que ésto es Bolivia?, ¿O Guatemala?. Ustedes tienen la culpa: si no apareciesen tanto en los papeles, la gente se olvidaría de ellos.
El asentía y sonreía comprensivo. "Este cabrón se cree que soy su amigo porque estoy en una revista rica y famosa. No sabe lo que le espera". El tampoco lo sabía muy bien. Había bajado del ómnibus antes de la parada final y había caminado lentamente por la rambla de altos edificios frente a las aguas marrones del río.
Desde que tres amigos habían caido él vivía temeroso. Sabía que no hablarían, pero nunca se está seguro. Además, la revista era del otro lado del charco, cotizada entre la gente "bian". Lo había descubierto en sus viajes por las provincias: uno decía el nombre y la gente, con tal de aparecer en sus páginas, era capaz de entregarle hasta a la hija y lo trataban como a un rey.
El aire era fresco y húmedo. El coronel trabajaba en el Ministerio del Interior. Le suponían culto porque había hecho un curso en Panamá y le habían destinado a las relaciones con la prensa. Y él había volado esa tarde desde Buenos Aires a Montevideo al llamamiento del tiroteo de la noche anterior en un barrio alejado del centro. El gobierno sostenía que se habían resistido; los vecinos, que habían sacado a los siete comunistas, desarmados, del comité y los habían puesto contra la pared para ametrallarlos.
-Nosotros sabemos bien, aseguraba el coronel entre vapores de escocés, que los comunistas no han hecho nada ni lo van a hacer. Pero joden y había que dar una lección a todos. Que sepan todos que este país es serio y no vamos a permitir que se convierta en una bananera.
El no había hecho nada y a veces se sentía culpable. Un periódico de izquierdas cuando los muchachos eran apenas un rumor; otra revista cerrada. Pero tenía muchos amigos que estaban cayendo en ambos lados del río. No podía acompañarlos en sus andanzas -"me faltan huevos, me sobran hijos"- pero los apoyaba. Escribía con letras torcidas: guerrilla donde terroristas, hincapié en la corrupción mientras se condenaba la violencia, diálogo necesario con denuncias de creciente pobreza. Hacía lo que podía. Pero se sentía mal. Como disfrazado. Además, aunque estuviese haciendo reportajes de actrices o de generales satisfechos o de futbolistas mersas endiosados sabía muy bien que, de llegar las cosas a mayores, no perdonarían, que estaría metido en algún archivador del que es imposible salir.
Había respirado profundamente el frescor del río al llegar frente a la casa. Había puesto su aire de ingenuidad respetuosa al apretar el timbre. Ella abrió la puerta, espléndida en su vestido estampado de flores rojas y amarillas, en su sonrisa de spot televisivo, en sus piernas largas y sus largos dedos amenizados de anillos.
Se dio cuenta enseguida. Mientras el coronel hablaba de la guerra y la soberanía nacional ella miraba al periodista: le auscultaba, le escudriñaba, le sonreía, le aprobaba. Supuso: la guerra también ha sido dura con ella, la ha recluido en su casa o en un automóvil seguido por motocicletas o en reuniones de amigos con sombras armadas, vigilantes, a pocos metros.
-Pero, coronel -intentó argumentar- la situación social es a veces desesperante, la inflación, la falta de trabajo...
-Mierda, todo eso es mierda. Aquí lo que hay -ella mirándole, sonrisa puesta- es una conspiración. Si no son comunistas de Moscú son comunistas de La Habana. Da igual. Aquí lo que realmente se quiere es terminar con la propiedad privada, con la libertad. Pero no les vamos a dejar...
Perdió el control, quinto vaso de whisky en mano, y ya no se le entendía, la voz pastosa deslizándose hacia la modorra profunda en el sofá.
Se miraron.
- ¿Estás jugando a dos bandas?.
- ¿Qué quiere decir?. Soy periodista y...
- Pero no creés en los milicos. Creés en ellos
- No sé por qué...intentó una defensa.
- A mi eso no me importa. Que se maten, si quieren. Habláme de vos.
Caminaba nerviosa por el amplio salón. El coronel roncaba acompasadamente.
-¿Qué quiere que le diga?.
Había que estar atento. Quizás era una táctica. Pero ella lo había descubierto, estaba seguro. No había hecho ni dicho nada que lo traicionase. Tras un aprendizaje de años, él sabía cómo hacer una entrevista y que el entrevistado quedase complacido, convencido de que ambos pensaban igual. Lo hacía casi a diario y era fácil: se interroga a cualquiera y cuando el otro hace hincapie en sus desvelos se le pregunta algo parecido a "¿es posible que te tomés tanto trabajo, que te traten así?, o ¿no están abusando de ti?", el ingenuo caía y se entregaba y terminaba contándole hasta sus dramas familiares. Como un amigo.
- ¿Estás casado?
- Sí, y tengo tres hijos ("me faltan huevos; me sobran hijos").
- Por eso...
- ¿Por eso qué?, casi tartamudeó Andrés.
- No hacés lo que realmente querés.
- Yo....
- Eso les pasa a muchos. A veces se está donde no se quiere y es duro. Te sentís que traicionás y no sabés a qué ni a quién. Sos como un exiliado. No tenés huevos para ser héroe y te sobran para ser burócrata, porque si sos héroe podés morir y si sos burócrata vivís seguro. ¿No es eso?.
- Creo -tuteó- que te estás equivocando.
- Oh, no, yo siempre sé lo que digo. ¿Y sabés una cosa?. No hay neutrales. Hay buenos y malos, hay malos y buenos. Y hay cobardes. Pero se les comprende y se les utiliza.
Se acercó por detrás, se inclinó sobre él, sus brazos le rodearon y sus dedos hormiguearon en su camisa. El miró al coronel.
-No te preocupés. Cinco whiskys son como ocho horas de sueño.
Se levantó. Había tenido alguna experiencia y no quería arriesgarse. Esas minas casadas con un héroe de la patria, insatisfechas, sólamente podían comprometerlo. Además, ¿qué pretendía?. ¿No sería una trampa para cazarlo?. El vivía en alerta. Temeroso pero en alerta. Cuando escuchaba pasos detrás en la calle se metía en el primer bar; cuando las conversaciones giraban peligrosamente hacia la política sacaba a relucir el fútbol. A veces se preguntaba si no estaba cayendo en el cinismo. Se lo preguntó a sí mismo el día en que un periodista argentino alcahuete de los milicos le dio la noticia. "Ha caido "el Chacho" González, dijo con una sonrisa. Y él, rápido, certero: "Finalmente han dado en el blanco con un hijo de puta". Después se quedó como alelado, recordando al "Chacho", su cabello negro cayendo sobre los ojos, sus manos grandes - "mirá, decía, las mujeres se enamoran de mis manos"- su sonrisa contagiosa, con su corazón como entumecido de dolor pero finalmente disimulado en la complicidad de la alegría por la desgracia del "Chacho".
- No puedo; no puedo hacer eso. Disculpáme
Ella se puso un poco rígida. Recuperó su posición.
- Pues ya lo ves, se ha dormido. Creo que se terminó la entrevista.
Abandonó la casa. Decidió caminar por la rambla, con el aire húmedo de frente. Esperaba no haber metido la pata. A su derecha la sombra de la cárcel de donde hacía poco se habían escapado más de cien "tupas" por un túnel. Al final, se dijo, nos emocionamos por algunos hechos, los publicamos y la alegría nos dura dos días. No podemos hacer otra cosa. Ella tenía razón. Los buenos, los malos y los cobardes. La mujer era lúcida, sin duda. Pero en esos días todo el mundo, excepto los matadores, buscaba la lucidez. Los niños jugaban a policías y "tupas" y ninguno quería hacer de policía. Eso era bueno. Pero a veces se preguntaba si era bueno.
Bordeó el campo de golf y el parque de atracciones y llegó tarde a su hotel céntrico, a dos pasos de la Casa de Gobierno, a dos metros del cine porno repleto de putas y pajeros. Tirado en la cama se quedó dormido pensando en la mujer. ¿Estaba realmente dispuesta a encamarse en su propia casa?. Claro, aunque parezca cursi, ellas también sufren, con amigas como ellas, pocas salidas, vestidos de lujo para lucir en casa, el temor también a que pase algo, nunca se sabe qué, el silencio de sus maridos sobre lo que sucede fuera de sus cuatro paredes, el amor de repente y rápido, cuando él la desea y lo desea.
Su mujer le había dicho "cuidáte y no te metás en líos; pensá en tus hijos". El pensaba en todo ello ("me faltan huevos, me sobran hijos") cuando se quedó dormido.
Dos días después había conferencia de prensa y el ministro de Interior hablaba de subversión.
- A veces me gusta venir a estas cosas.
Se había sentado a su lado. Era un traje sastre más austero y no había anillos en sus manos, excepto la alianza. El pelo cogido en un rodete sobre la nuca.
- ¿Vos no vas a preguntar nada?
- Ya conozco todas las respuestas
- Soberbio... pero interesante, sonrió.
En la cafetería le contó que su marido había viajado a Chile a una reunión importante. "Parece que todo el mundo está nervioso", comentó.
- ¿Vamos a tu casa o a mi hotel?.
- Yo voy a mi casa pero no con vos. Si querés, acercáte después. A mi no pueden verme entrar en un hotel, y menos con un hombre. ¿Qué pasa?, sonrió. ¿Has decidido convertirte en un valiente?.
Hicieron el amor rabiosamente. Pensó que estaba bien, que se estaba cogiendo a la mujer de un milico y que con ello estaba humillándolos a todos. Después pensó en ella, pobrecita, al lado de un cornudo con pistola. Y le entró ternura, la cabeza en sus pechos; ella, mano en su pelo, acariciándolo lentamente. Pasaron dos o tres horas. De vez en cuando se levantaba, inquieto. Ella se apretó contra él al despedirlo en la puerta. Le besó suavemente en la mejilla y le puso un pequeño papel en la mano.
- Tenés que aprenderlo de memoria antes de salir a la calle. Tenés que hacerlo, ¿entendés?. No me mirés así. Un muchacho te preguntará por él uno de estos días. Pero tenés que aprenderlo de memoria en dos minutos y luego comerte el papel. Comértelo, sí. ¡No seas boludo, no preguntés y comételo!.

elegia

Elegía a un amigo

A Alejandro Martínez Arroyo

Te fuiste, amigo, y me dejaste en la ironía
de tu última broma impenetrable
sin decir los adioses de rigor sin poder compartirla
con el llanto regado en los atardeceres
apacibles de la conversación en los altares
de la presencia deseada y consentida
en las palabras que nos dijimos y en las que
aún había que pronunciar desconocidas
Eres silencio ahora como las tardes en las que los silencios
ahogaban nuestros pasos tras las charlas inútiles
eres silencio como las noticias que ya no interesaban
como las siestas campesinas del verano
como tus propias cenizas sospechosas de tierra y de cansancio.
¿Diré que has muerto? ¿que te fuiste por el camino de la fiebre
y de la medicina tanteadora de vida entre mortajas?
Digo que estuve la otra tarde donde estuve contigo
y eras tú ineludible recordando el patio de la casa
la niña que jugaba sola en el patio de la casa
el árbol anidado de pájaros en el patio de la casa

Es difícil vivir, amigo mío, mirando las cosas que mirabas

francisco luzuriaga

Francisco Luzuriaga

Golpeó la puerta débilmente y entró en la pequeña Redacción. Se quedó de pie a la espera de que Andrés Ramírez levantara la cabeza de los papeles, que parecía leer con tanta parsimonia como dedicación. Un largo abrigo cubría su cuerpo empequeñecido. Ojos profundos, oscuros, con un brillo que podía ser de penas o de tiempo. Cabeza calva, pequeña; nariz aguileña. Sus manos estrujaban la boina negra como si hubiera en él un fondo de temor o de verguenza.
Andrés sabía lo que le esperaba. Otro de esos pesados de pueblo, ávidos de gloria, que llegaban casi cotidianamente al nuevo diario a ofrecer sus obras maestras y sus historias de imaginarios triunfos, tan lejanos en el tiempo como alejados ellos mismos de la realidad.
- Siéntese, señor, usted dirá...
Se sentó lentamente. Todo lo hacía con lentitud. Retorció aún más la boina entre sus manos. Se notaba que no estaba cómodo, que le costaba hablar.
- Me llamo Luzuriaga. Francisco Luzuriaga...
Quizás esperaba alguna palabra del Director, pero Andrés había aprendido la lección. No iba a mostrarse amable para que el otro largase toda su historia y se entablara una relación peligrosa. Recordaba claramente: cada vez que lo había hecho había salido escaldado, interesándose por gente que había terminado por convertirse en un estorbo. Pero el hombre, de unos sesenta, quizás sesenta y cinco años, no prestó atención a su silencio. Estaba como ensimismado en el suyo. "Si piensa apretarme, pensó Andrés, puedo resistir todo el tiempo que desee".
- Sí, usted dirá, se oyó repetir.
- Bueno, le contaré. Yo he sido periodista y me gusta mucho todo lo literario. Es más, tenemos un grupo en el pueblo que se reune todas las semanas. Leemos, escribimos. Nos ha parecido bueno que salga este otro diario porque pensamos...pensamos que podríamos hacer algo literario aquí, una paginita, no más, lo que se pueda. Usted sabe, la cultura no brilla mucho por aquí.
Se quedó callado. Ya estaba. Lo temido. Pero esta vez Andrés estuvo alerta y rápido.
- Usted también sabe que tenemos poco espacio y muchas noticias. Hombre, lo literario es bueno, pero vende poco. No sé...Quizás se podía probar alguna semana.
- Eso, eso. Se iluminaron los ojos de Luzuriaga. Usted decide. Podemos prepararle algo y usted lo ve. Si le parece bien...
Había que ser brutal para amilanarlo, para no dejarse cercar por la patética simpatía que irradiaba.
- Bien, bien. Entonces podemos quedar en eso. Ustedes me traen algunas de sus cosas y las vemos. ¿De acuerdo?. Ahora bien, y perdóneme la pregunta, ¿han escrito usted y sus amigos alguna vez profesionalmente, para un medio serio?.
El hombrecillo estrujó aún más la boina pero no se inmutó. Con una voz cansada mientras se levantaba de la silla
- Le traeremos nuestras cosas, señor. Sin compromiso, claro. A lo mejor le sirven.
Cuando se fue, tan lentamente como había entrado, Andrés apenas le dedicó un pensamiento. "Otro Nóbel olvidado", masculló.
Esa noche, tras el cierre, cuando recorría sin disimulo los muslos de Susana sentado a una mesa del "Augustus", Andrés preguntó por el hombrecillo. "Es un gallego loco, le informaron. Vive hace veinte años acá y tiene unas tierras y unas cuantas vacas. De vez en cuando organiza conferencias a las que van sus amigos, muy pocos. Es de los "cultos" a los que nadie da bola".
Después de las caricias y el orgasmo se quedó pensando. No intranquilo, pensando sólamente. Susana no conocía de Luzuriaga más que sus caminatas por las calles y hasta la no lejana laguna de Gómez. "Es un tipo raro, le dijo. Parece que lo que más le gusta es caminar en invierno por el campo. ¿Por qué te preocupás por él?".
No le preocupaba en absoluto pero su olfato -recordó al viejo "notero" uruguayo que le había hablado de la nariz como primera sabiduría periodística- le decía que detrás de aquel hombrecillo había una historia. Claro que esa ciudad bonaerense perdida entre trigos y reses no iba a saberlo nunca, agresiva y orgullosa de los indios que había matado y de los gauchos que había expulsado para llenarse de hijos y nietos de "gallegos" y de "gringos" cuyos hijos y nietos iban a la Universidad para aprender a contar mejor sus vacas.
Allí sólo sabían que el sol salía por Buenos Aires, se ponía por donde la laguna y con quiénes adulteraban hombres y mujeres que enviaban su prole al colegio marianista y no la dejaban juntar con los hijos de los tres mil ferroviarios del enorme, tumultuoso barrio de la estación.
- Eso es -había coincidido Susana irónicamente- hasta que los chicos y chicas se ponen los jeans y las remeras ajustados y entonces, mirá vos, se producen las tragedias sociales del hijo de tal, fijáte, con la hija del mecánico, parece mentira. Dentro de cuarenta años los campos se habrán dividido aún más y una multinacional los comprará, pero estos pueblerinos ya tendrán su propia historia y su aristocracia mestiza de guano y grasa de locomotora.
"Cuando el viejo murió, muy pocos se percataron de que había vivido entre ellos. Los hombres que sobreviven entre extraños ni siquiera pueden envejecer en las caras y las casas de su propia historia".
Era el final de un cuento que transcurría en Lequeitio. "Era mi pueblo", había explicado Luzuriaga con su voz lenta. Andrés no había oido hablar nunca de él. Pero sobre su escritorio se habían desparramado los papeles de las tres copiosas, deshilachadas carpetas que el hombrecillo había llevado. Recortes de diarios vascos, de viejos diarios madrileños, de "La Nación" y "La Prensa" en su época de oro. Al lado de Unamuno, Azorín, De la Serna, Borges, Ocampo, Batistessa, aparecía de vez en cuando un Luzuriaga en letras de molde. Miró fijamente al hombrecillo
- ¿Tengo que pedirle disculpas?
- ¿Por...?
- Porque anteayer le traté como a un principiante cualquiera.
Cuando comenzó a publicarse la página -un poema, un cuento, un ensayo- Luzuriaga pareció revivir. Iba todos los días a la Redacción y a veces acompañaba a Ramírez al "Augustus". Susana escuchaba con atención su historia de viejo republicano militante, su pequeña fama naciente en los periódicos españoles, su exilio en Buenos Aires tras la guerra. Su corazón se llenó de ternura cuando le oyó explicar que, a la muerte del cuñado, debió abandonar todo y enterrarse en esa ciudad pampeana para ayudar a su hermana viuda a cuidar de sus tres hijos pequeños y de unas miles de cabezas de ganado.
- De modo, dijo, que en lugar de morir en una guerra morí hace quince años aquí.
Así pasaron varios meses en los que Susana parecía más y más metida en las historias y la vida del viejo republicano. Iba a su casa, le ayudaba en sus tareas literarias, paseaba con él del brazo a vista de todos.
Andrés se dio cuenta una noche. Su mano subrepticia fue rechazada cuando intentó investigar bajo la pollera de la joven. Fue un rechazo suave, pero los ojos de la mujer estaban fijos en Luzuriaga y su rostro se alumbraba con las palabras del viejo. De modo, se dijo el periodista, que ha sido un rechazo maquinal, no pensado; serio, por tanto.
Esa noche ella no apareció por el hotel de Andrés. Ni la siguiente. No iba a decir nada, ¿para qué?. El entusiasmo por el viejo -¿amor, acaso?; no, no era posible- pasaría y todo volvería a la normalidad. Pero no pudo evitar cierto distanciamiento con Luzuriaga. Escribía bien, todavía tenía ideas pero era realmente pesado, como si le hubieran dado un juguete nuevo y necesitase mostrarlo a todo el mundo.
A la tercera noche de ausencia Susana le llevó a otro bar.
- No puedo seguir, dijo. El me necesita. No está muerto, ¿sabés?. Escribir le ha hecho renacer y creo que mi presencia le da alegría y calor...
- Sobre todo, calor de cuerpo humano, supongo, recalcó Ramírez secamente.
- Si es necesario, también calor de ese. Sos un grosero. Vos sabés que lo nuestro no era nada. Bueno, casi nada. Vos necesitás otra cosa, una mujer que se meta en tu casa y te organice y no una mina que se meta en tu cama. ¿Te creés que no me doy cuenta?. Estás sólo, hacés un diario y de vez en cuando tenés ganas de coger. Me gustás pero no hay nada entre los dos. El me necesita, de veras que me necesita, y yo nunca me he sentido necesitada por nadie. Finalmente -nunca supo porqué se puso agresiva- él me da ternura y me escucha. Vos sólo repartís semen y frases de tipo que está por encima de todo.
No la vio en un mes hasta la tarde en que entró en la Redacción, despintada y con mirada de preocupación.
- Vamos, vamos, las ovejas parecen volver al redil...
- No sé dónde está. Desde ayer no lo veo. ¿Ha venido por aquí?.
La miró y disimuló su irritación. Estaba turbada realmente.
- Vino hace tres días y dejó la carpeta de siempre, con las notas para publicar el domingo. Pero no dijo nada. A mi, ¿sabés? -recalcó intencionadamente- hace un mes que nadie me dice nada. Si querés, aviso a la Policía...
- No, no, serán cosas mías. Gracias, gracias. Chau.
El sábado a mediodía Andrés abrió la carpeta del viejo. Entre hojas con poemas de amigos y un cuento corto firmado por él, una nota manuscrita:
"Ramírez: Susana tiene su vida. Mi pasado la enamora y la agobia. Dígale sólamente que en mi final he pensado en ella".
Había resultado cursi el viejo, finalmente. No dijo nada a nadie, claro. Tuvo que hacerlo poco antes de comenzar el verano, cuando la laguna fue limpiada para los bañistas y las lanchas deportivas y el cuerpo de Luzuriaga fue desenterrado del lodo.

niños

Niños

Había un niño llorando en las calles de Buenos Aires
un niño junto al río llorando en Montevideo
en Madrid lloraba un niño con acento gallego
y en Bogotá en Lisboa en París hasta en Arkansas
lloraban por todas partes
jugando a ser mayores pistolas en las manos
muñecos de soldados guerras imaginadas
entrenando
paquito tiene una metralleta de luces y de plástico
antonio tiene una lanza larga y un caballo de fuego
santiago construye hondas con las sábanas
que ha robado en la casa de su abuelo
las niñas tienen muñecas que paren y les ponen
los nombres de sus padres a hijos nuevos
¿porqué lloran los niños si no saben
contar aún sus muertos?

muchos niños lloraban para no ser como los hombres.

ana maria massini

Ana María Massini

Nunca supo bien en qué momento decidió dedicarse a no vivir. Una tarde en que soplaba el viento caliente del norte que casi impedía respirar se había quedado amodorrada en el sillón de mimbre bajo el parral. Federico estaba en la ciudad atendiendo su empresa y los niños se habían ido a casa de Paco a jugar con la Negra y sus amigos. Sólo Susanita dormía en la pieza grande, acariciada por un ventilador chiquitito que la defendía del calor.
"¿Pudo haber sido mi vida de otra manera?". Se sobresaltó al pensarlo, pero tras el sobresalto primero sintió cómo un suave, cálido adormecimiento la invadía y cómo su cabeza se iba a divagar por el pasado. Lo primero que vino a su mente fue el agua marrón corriendo por la acequia de la calle y la puerta de madera noble, sólida, de su vieja casa. Apareció, sobre todas, la escena cuando los cinco hermanos vivían juntos y salían a pasear los domingos por la calle Libertador para encontrarse con sus amigos.
¿Por qué nunca hablaba de papá y mamá, como si se hubieran llevado a la muerte sus propios recuerdos?. Ni siquiera había fotografías de ellos en la casa, excepto la pequeñita en un marco de plata que tenía en la mesa de luz. Estaba segura de que ni sus hijos sabían que su abuelo Antonio había sido escribano y había trabajado en el ferrocarril de los ingleses cuando desde Málaga llegó a La Colina, a principios de siglo.
No había sido mala la vida en esa ciudad recostada sobre la cordillera antes de la llegada de Federico. Es verdad que muchas veces, tras la muerte de papá y a punto de cumplir los treinta, se sentía solterona y solitaria en una sociedad en la que todas sus amigas estaban casadas y con hijos. La vida era el trabajo con los niños en el colegio, toda la mañana machacando el piano haciéndoles cantar las marchas patrióticas y algunas piezas de folklore. Después llegaba a casa, que se iba quedando sin habitantes, sólamente con Rosita, solterona como ella. Su hermano mayor, Antonio, hacía tiempo que se había ido, cuando se casó con aquella tucumana que no gustaba a ninguno y a la que había que introducir en un mundo que nunca había imaginado. Una tarde Antonio les había hablado por teléfono. Iría a cenar con ellas para presentarles a Federico, un ingeniero que había hecho la guerra española y se había exiliado en La Colina, donde tenía un primo periodista. Ya les había hablado de él, pobre hombre, lo que debería haber sufrido, su mujer muerta y él sin haber podido ir a su entierro porque el pueblo donde vivían ya había caido en manos de los franquistas.
A los veintitres años la guerra civil española había sido la primera noticia que ella había tenido de la tragedia humana. Pero quedaba tan lejos todo aquello. Aunque durante unos años no se hablaba de otra cosa en La Colina. Su padre estaba con los republicanos pero era apolítico y casi nunca mencionaba esos temas con ellas. Ana María tenía que disimular con sus amigas, sobre todo con las de la Academia donde daba clases de sevillanas.
Porque era una bailarina consumada de bailes españoles. Allí todos querían a Franco y decían que estaba salvando a España del comunismo. Ella no entendía nada, porque los republicanos habían llegado al gobierno por elecciones y no sabía porqué había que hacer una guerra para echarlos.
La Colina era un paraiso, tan lejos de la capital que ni los golpes de estado del país conmovían a nadie. Aquí todos eran demócratas y se vivía bien, sin sobresaltos ni violencias.
Era un hombre que comenzaba a engrosar, semicalvo, pero que hablaba maravillosamente. Contaba tantas historias de su sufrimiento, de su viudez, de la guerra. Era tan culto y sabía tantas cosas. Incluso cuando hablaba tenía rasgos y frases de humor encantadores. Ana María se enamoró de él perdidamente. Se dijo que el pobre Federico necesitaba una mujer que le cuidase, que le hiciese olvidar cuanto había pasado, una mujer que viviese para él.
Así había empezado todo. Ana por acá, Ana por allá, Ana por todos lados arreglando la casa, enojándose con los chicos cuando hacían ruido y Federico estaba en el despacho, enojándose con ella misma cuando algo le salía mal y temía esa mirada reprobadora de su marido. A veces tenía que salir a defender a los chicos porque él era muy estricto con ellos y en más de una ocasión les había levantado la mano.
Hablaba mucho de España. Casi siempre, pero ella no le iba a llevar la contra. De modo que poco a poco fueron siendo familiares para ella nombres como Cantalejo, Avila, Cercedilla y hasta los de algunas calles de Madrid. A veces le molestaba que se hablase sólo de España, que allá estuviese todo lo bueno del mundo, como si el resto no existiese. Y escuchaba las historias familiares de una familia que no había conocido mientras sus recuerdos se iban escondiendo en cortas conversaciones con Rosita y en el escudriño de viejas fotografías cuando él no la veía. Pero había sufrido tanto el pobre Federico que había que darle una buena vida. Incluso aprendió a "cocinar en español” y todas las semanas había un almuerzo de puchero, que él llamaba cocido, y otro de huevos fritos con papas fritas y salsa de tomate.
No sabía bien cuándo comenzó a sentir ese malestar por adentro. No podía comentarlo con nadie, además. Federico se había enojado con sus hermanos y sólamente Rosita la acompañaba de vez en cuando. No veía ni a Antonio ni a Teresa para que él no se enojase de modo que se hundió más en los cuidados de la casa y en sus clases de piano.
Al principio de su matrimonio había reuniones en casa con mucha gente y ella disfrutaba mucho porque los amigos de Federico eran artistas, profesores de la Universidad, gente muy interesante y culta. Claro que ella veía poco a sus antiguos amigos y amigas pero es que tenía mucho trabajo atendiendo la casa y los chicos. Después las reuniones se espaciaron y hacía como dos años que muy de vez en cuando aparecían algunos amigos de Federico. Ella los trataba muy bien, les hacía comidas especiales pero hablaba poco con ellos. Se acordaba que años antes, cuando intervino en una conversación –estaban en el living y había bastante gente- dijo algo que pareció molestar a Federico, ya que él se lo reprochó duramente. “Cállate, Ana, que tú no sabes de ésto”. Le había dolido mucho que hiciera eso en público y poco a poco se acostumbró a no hablar.
Sintió cómo Susanita se movía en la cuna y escuchó atentamente. No se había despertado. El almendro del jardín estaba en flor y muy pronto comenzarían a recogerse las cerezas del árbol al lado del parral. La casa de campo, cerca de la cordillera, estaba muy bien, con su galería de tejas y sus columnas cuadradas, fuertes, de ladrillo pintado a la cal, y sus grandes espacios de pasto tras los cuales se veían los viñedos y los árboles frutales. Los chicos correteaban allí todo el verano con sus amigos. Ella era feliz en esa casa y un día se dio cuenta de que era la suya, donde reinaba plenamente. Federico se iba a las ocho a la ciudad y no volvía hasta doce horas más tarde. Se lo había dicho Rosita un día:
_ Acá te sentís mejor porque estás sola. A lo mejor, a lo mejor...
_¿Qué querés decir?
_ Nada, nada, mujer. Era una tontería.
Rosita era muy buena y le había ayudado mucho a criar a los niños. En realidad, a veces se preguntaba qué habría hecho ella sola sin su hermana. Pero ese día se sintió mal con esas pocas palabras. Y coincidió que esa noche, cuando Paco Zapata llegó a cenar, se dirigió a ella con gran simpatía, como nunca había hecho.
_ ¿Sabés que todavía estás muy bonita, Ana?. Sos un verdadero churro. Si este gallego no fuera mi amigo, flirtearía con vos.
Supo que se sonrojó pero no contestó nada. Ella se sabía buena moza, se lo habían dicho muchas veces...pero hacía tanto tiempo ya. En la Academia, cuando todavía daba clases de baile español y se arremolinaba en sus polleras de faralaes, muchos le decían que tenía las mejores piernas del mundo. Caminaba derecha y, efectivamente, tenía un buen tipo. Incluso Federico lo decía al principio: “No sé de dónde has salido tú, con lo feos y cursis que son todos los de tu familia”.
Paco Zapata la llamó tres días después para invitarla a tomar el té. “Pero tiene que ser en un bar, ¿qué te parece el de la plaza?. Es que quiero hablarte de los problemas que tengo con la Negra, ¿sabés?. No me anda bien en los estudios y está muy rebelde en casa, y como vos has criado a tres hijos...”
Se fue caminando. A las cuatro, había decidido, para estar en casa cuando llegase Federico. El calor era insoportable pero le gustaba caminar buscando las sombras de los árboles de la carretera y mirar los campos de viñas altas que se extendían hasta los primeros cerros. No sabía porqué se sentía como culpable, como si estuviese haciendo una mala acción. Con Paco eran amigos desde hacía veinte años, había veraneado muchas veces en su finca, enorme y con una casa espaciosa de estilo colonial, y había visto nacer a sus tres hijos.
_¿Cómo andás?. Vení, vení, sentáte
Paco era muy amable. Le habló de los problemas de la Negra. “Vos sabés?. Lo puedo hablar con vos, que me entendés bien. Siempre has sido una buena amiga. Pero con Mercedes no puedo. Pensamos distinto en todo. ¿Sabés que todo anda muy mal, no?
_ No, no lo sabía. Mirá, Paco, deben ser imaginaciones tuyas. Mercedes es una buena mujer. No puedo creer...
_ Te cuento, mirá, porque no es oro todo lo que reluce y las cosas no son siempre como se ven.
Habló de su desencuentro conyugal, le contó anécdotas que ella no quería escuchar pero que en el fondo la fascinaban. Sintió que Paco estaba sufriendo y cuando él la tomó la mano la dejó un rato entre las suyas, hasta que se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Con un movimiento brusco se desasió.
_ Perdonáme, Paco, pero ésto no está bien.
_ ¿Qué es lo que no está bien?. ¿Somos amigos hace años, ¿no?. ¿En quién voy a confiar, si no?. Además, vos sabés que siempre te he querido mucho. Por otra parte, no creo que vos andés muy bien con el gallego..
_ ¿Qué querés decir?. ¿Cómo te atrevés?...
_ Todo se ve, Anita, todo se ve. Y lo que un hombre como yo nota es que vos has aceptado ser un cero a la izquierda pero eso te duele. ¿Cuánto hace que no te acarician bien, Anita?. No te pongás colorada –elevó la voz- eso les pasa a muchos, a mi también.
Se levantó totalmente descontrolada y avergonzada y en su huida del bar tiró una silla. Volvió a su casa casi a la carrera, transpirando todo su cuerpo, el pecho palpitándole aceleradamente. Menos mal que Federico no había llegado todavía. No le podía contar lo que había pasado, no, no se lo contaría. El y Paco eran buenos amigos. ¡Qué vergüenza, Dios mío, qué vergüenza!
Transcurrieron varios días, Ana María ocultando su vergüenza y Federico sin darse cuenta de nada. El pecho le explotaba a veces de ansiedad y miraba a sus hijos con angustia, temerosa de perder todo lo que tenía, esa seguridad total, la vida normal con su familia. No había ocurrido nada. No, no había ocurrido nada y, además, no tenía nada que ocultar. No podía decírselo a Federico porque se llevaría un disgusto de muerte. Pero no resistía, le daban sofocos cuando veía a su marido aparecer en casa. ¡Se va a dar cuenta, se va a dar cuenta!.
_ Te tengo que decir una cosa, Federico.
_ Sí, ¿qué te pasa?
_ ¿Vos me querés?
_ ¡Qué tonterías dices...!.
_ Es que me ha pasado una cosa
_ ¿Qué cosa?
_ Es algo que me averguenza, pero que no me deja vivir. Te lo tengo que contar.
_ Vamos, mujer, no creo que sea tan grave.
Lo contó todo, las palabras de Paco, cómo le había tomado la mano, lo que dijo luego, su vergüenza. Federico la escuchaba y a ella le pareció que dibujaba una sonrisa.
_ Lo siento, Federico, terminó. Sé que hice algo horrible pero no fue mi culpa.
_ ¡Qué tonterías dices, mujer!. No tiene importancia. Paco se ha divertido contigo, conociéndote como te conoce.
_ ¿Entonces no te molesta?
_ Claro que no. Paco que se divierte y se burla. ¿No te habrás creido que está enamorado de ti?.
_ No sé. Yo lo vi...
_ No te hagas ilusiones. A tu edad, con tres hijos y con lo poco que te cuidas, ¿crees que alguien va a enamorarse de ti?.
Se quedó como de piedra. No dijo nada pero esa noche pasó mucho tiempo en el baño llorando amargamente.

_ Me trató muy mal, muy mal, no tiene corazón. Me hizo perder el poco respeto que le tenía.
_ No te preocupés más, Anita. Y tapáte bien que se viene el otoño y comienza a hacer frío.
Paco apagó la luz y se abrazó con fuerza a su cálido cuerpo desnudo.

palabras

Palabras

Hay que empezar a hablar a los cincuenta ¿para qué antes?
cuando sabemos casi todo lo que hay que saber
y puede decirse en tres palabras: te quiero mujer
te quiero hijo te quiero amigo amiga sin tiempo ya, digo yo,
para dejar de quererte.
Te quiero, digo te quiero, no tengo más que decir.
Empezó a hablar y conoció: mesa, comida, papá, mamá,
esto es un dolor, esto una risa, esto es un hambre, un juguete,
un calor, un miedo, esto es un beso...
le gusta que sea un beso.
Tu hermano es ese niño que vive contigo y te pelea y
tu familia esa señora que te sonrie, te sonríe y te ensucia
la cara con labios colorados.
Eso es un deseo, niño, cuando quieres estar con tus amigos
o quieres ir al baño o ese juguete que no es tuyo
que no es tuyo, aprende niño
que las cosas tienen dueño, tienen dueño pero a ti no te adueñan.
Ya supo las palabras, aprendió lo que aprendió,
le cuesta decir te quiero que es de niños y
no debe llorar cuando lo miran,
qué ganas de llorar, Señor, y de decir te quiero.
Sigue aprendiendo las palabras del justo y del colegio,
del mercader, del labrador, la hipotenusa, el profesor,
del vago, del amigo, del estudioso, los golfos y los cabos,
del mentiroso, de la historia, del valiente,
del humilde, del prepotente, del tímido, del soberbio,
de las altas montañas, del cine, del océano,
del poderoso, del sumiso, del cobarde
ya sabe las palabras que hay que saber y puede
convertirse en un hombre interesante, en un hombre
agresivo, encantador, ineducado, en un hombre
culto, en un hombre engañador que envuelve
sus miradas en palabras y palabras y palabras
como si todo fuesen las palabras.
Allí estaban los fariseos ejemplares recitando sus palabras
de cómo vivir mejor de cómo pensar mejor de cómo
trabajar mejor para ser mejores como ellos son
y allí se amontonaban los que trabajan y soñaban
y trabajaban y soñaban día a día esperando siempre algo mejor
con miedo a arrebatarlo, con temor a si mismos,
con vergüenza de ser pobres y sin palabras para explicarlo.
Allí estaban los políticos y los periodistas
llenando de palabras y palabras la televisión y los papeles
rodeando y explicando con palabras muy absurdas la vida
que pasea su llanto de triunfos y derrotas por todas las veredas
de todas las ciudades del mundo.
Palabras, bah...bah...bah y más palabras hasta que un día
-no importa si si hubo luz o era tarde y había nubes y llovía-
su rostro quedó mudo, sin palabras, creedlo, sin palabras
ante otro rostro, digo, dos rostros sin saber
porqué y para qué se miraban
“Señor”, pensó, lo pensó si Dios existe, la duda existe
y ese rostro existe y ese momento existe debe ser
porque se han muerto las palabras.
Te quiero, mujer, dijo y dijo y dijo y repitió que la quería
y ella dijo que sí de modo que repitió te quiero y pudo volver a llorar
sin hablar, sin las palabras.
Mano sobre la mano, digo que las manos apresan, que
no quieren soltar la mano cuando la tienen en la mano,
que no quiere respirar el pecho cuando está entre los pechos
y el relámpago hijo que nunca supo cuándo, quizás en una madrugada
o en una tarde gris o en pleno mediodía de soles y sudores
pero hubo un relámpago, digo, como un golpe como un
parpadear como un tajo como un río como un cielo
como un profundo abismo, digo, de sueños y dolores.
El mundo ya estaba repleto de palabras pero el hijo aprendía
mesa, comida, papá, mamá
otra vez otra vida otra vez las palabras
los hombres ejemplares enseñando el sentido de la historia
lo que está bien y lo que está mal
por las radios y los televisores hablan sin parar
predican en las plazas de la política y en las tertulias
muestran sus saberes cepillan sus nombres y apellidos
mientras el niño aprende las palabras del justo y del colegio
de los ladrones y poderosos de los humildes
y los soberbios.
Ya aprenderá el niño ya aprenderá cuando sepa
lo que hay que saber:
te quiero amigo amiga te quiero hijo te quiero mujer.

soledad martinez

Soledad Martínez

El hombre, hasta hace un mes extraño, dormía a su lado y respiraba acompasadamente. Estaba nerviosa, casi feliz. ¿Quién le iba a decir a ella que estaría en una habitación de hotel barcelonés -plazuela y catedral frente a la ventana- con alguien que no fuera Jorge, desnudos, satisfechos tras el paseo por las Ramblas y el amor?.
Encendió un cigarrillo y se levantó. No se iba a lavar, todavía no. Quería disfrutar de esos momentos; que se enterase de que ella era capaz de hacer lo mismo que él, tantas humillaciones y disimulo durante tantos años.
Tenía ganas de hablar a sus hermanas por teléfono y contarles. Fíjate, Pierre dormido a mi lado, lo había hecho, se estaba liberando, su vida tomaba un rumbo. Estaba segura de que se alegrarían; ellas la habían visto sufrir y esperaban, seguro que lo esperaban, que se liberase de una vez.
Se miró en el espejo vertical del armario. Estaba bien, las carnes aún duras, ni un gramo de grasa, los pechos magros, jóvenes, nadie diría que había superado los cuarenta. Cuatro años, casi cinco ya sin una caricia, sin una mano que la recorriese ni una voz jadeándola ternura y sonriendo sobre su sonrisa.¡Imbécil! ¡Un imbécil, un gilipollas!.
¿Por qué la sensación de tristeza, como de vacío?. Pierre dormía. Sentía ternura por ese hombre. No podía ser, claro que no podía ser. Cuando se tumbaron en la cama y comenzó a desnudarla, cuando sus manos y sus palabras la estaban diciendo que era bella, sensual, que era una mujer buena y apetecible, a ella casi le habían saltado las lágrimas porque era feliz. Se sobresaltó cuando el rostro de Pierre, fue sólo un momento, apenas dos o tres segundos terribles, se había parecido al de Jorge.
¿Y ahora qué voy a hacer?. ¿Qué voy a decir en casa?. Ella había hecho todo lo posible para que no ocurriese. Claro que Pierre le gustaba, su calma, que la escuchase con atención, su sonrisa alejada de angustias y frialdades, pero ella había dicho "si tú no quieres, no voy a Barcelona", y había agregado con un aire frívolo: "los negocios pueden esperar". Hasta sonrió por su ingenio, esperando algo que la impidiese viajar.
-Si tienes que ir es mejor que lo hagas, respondió Jorge sin dar importancia al asunto. No te preocupes, nos arreglaremos bien sin ti.
"¡Se arreglarán bien!. Claro que lo harán, siempre lo han hecho. Para ellos yo soy sólamente la cocinera, la que va a la compra, la que tiene siempre todo listo. Yo soy a la que se grita -¿por qué los hijos me gritan cada vez más?- o a la que se ignora. Esas noches en las que él no aparece hasta la madrugada o en las que desaparece apenas cenado. ¿Y aquella vez en que estaba enferma, grave, sí, grave, y él se fue a dormir a otra habitación porque tenía que levantarse temprano para ir a trabajar?. Eso no se lo perdonaré nunca".
La ducha le quemaba en la nuca y la atontaba, pero no se movió. Por el espejo nublándose arriba del lavabo podía ver a Pierre. Cerró los ojos. "Se creen que soy tonta, hasta mis hermanas lo creen, pero tengo una familia y ellas no. Tengo una casa con un marido y unos hijos. Siempre dándome consejos, siempre presionándome para que tome decisiones. ¿Qué coño quieren?, ¿que tire todo por la borda, veinte años de matrimonio?".
La fiesta había sido estupenda. Fue en el Tenis, de etiqueta, y estaban todos los amigos. Su padre sonreía a diestra y siniestra y ella se sentía como en una nube. Los compañeros de Jorge hacían bromas de doble sentido pero ella estaba radiante en su vestido blanco y no los escuchaba. Con sus hermanas se había abrazado y fotografiado, todas juntas, con un fondo de diminutas, perezosas olas sucumbiendo en las arenas de la Magdalena.
Fue después del nacimiento de Victoria, cuando Jorgito iba a cumplir dos años. Había hecho esfuerzos por recordar en la última época. El había comenzado a hablar por teléfono diciendo que se demoraba en el consultorio, que tenía mucho trabajo. Después las ausencias se hicieron más largas y ella comprendía que a él le gustaban los coches y que participara en rallies pero cada vez se sentía más sola. Intentó que no se comprase la moto, pero él la convenció por el tráfico de Santander, por sus compañeros con los que se iba de excursión, por su libertad.
Sus amigas -"se creen que no me di cuenta, que soy una ingenua, pero me doy cuenta de todo"- a veces silenciaban las palabras cuando hablaban de Jorge. Ana María, la que más quería, aventuró alguna vez que no era normal que un hombre con mujer e hijos estuviese siempre fuera de casa, que no viajase nunca con ella, que no veranease con la familia.
Se vistió lentamente tratando de no despertar a Pierre. Se equivocaban porque en el verano a ella lo que más le gustaba era pasar el día en las arenas del Puntal con las amigas y encontrarse en el Sardinero para unas copas o en los conciertos de la Plaza Porticada. Era feliz así. ¿Cómo no comprendían eso?.
Se quedó un largo rato sentada en la butaca, mirando más allá del hombre que dormía. Hizo una frase: "deseaba manos y sexo con toda el alma, pero no de otro". Sonrió. La verdad es que lo había pasado muy bien. No era tan difícil. Tenía ganas de contarlo a sus hermanas, a todas sus amigas. "Me gustaría que él también me viese, a ver si piensa de una vez que me puede perder de verdad. Eso es lo que pasa, está muy seguro de mi. Pero se acabó, se acabó. Pierre ha sido muy cuidadoso y tierno conmigo".
Cuando notó que a su alrededor los silencios se hacían más densos supo de qué se trataba. Había descubierto en un bolsillo de chaqueta un papelito con un nombre y una dirección y averiguó pronto que Sara era una enfermera del hospital donde Jorge trabajaba. De ahí en adelante sospechó de todas las salidas, de todas las ausencias. Se destrozaba pensando y notaba que se hacía más bronca, más dispuesta a la desazón y la ira. Pero ante los amigos ella demostraba que no sabía nada, que era feliz. Defendía a Jorge cuando se le criticaba.
Las cosas se hundieron para ella tras aquella enfermedad. Jorge retornó al dormitorio matrimonial pero no volvió a tocarla. A veces se preguntaba qué pensaba él, cómo podía vivir tan normalmente, hablando de sus cosas como si nada. Ana María le había dicho que tomara el toro por los cuernos, que hablase con él, que se estaba deshaciendo.
No podía hacerlo. ¿Qué le iba a decir?. ¿Preguntarle si tenía amantes, si ya no la quería, si se iba a separar?. No se atrevía. ¿Y qué iba a hacer ella?. Todos los días esperaba y esperaba, no sabía bien qué. Que las cosas cambiasen, que él la mirase con ternura. "Yo no sé hacer nada, sólo ser ama de casa. Pero no es culpa mía. Yo he dado todo por esta familia, me ha sacrificado por todos ellos. Bien que les gusta tener siempre todo arreglado y listo".
Se sentó en la plazuela, frente a las piedras grises de la catedral. Varias niñas jugaban a la rayuela. Lo más doloroso era la soledad, "será mi nombre que me persigue", y ese dolor de querer hablar o gritar y no poder hacerlo. Cuando él aparecía ella le miraba de reojo para descubrir alguna sonrisa, algún gesto de acercamiento, preparándose para quererlo y volver a ser alguien juntos.
- ¿A qué hora estará la comida?.
Una noche se había atrevido y había hablado de que necesitaba trabajar, "hacer algo, ¿sabes?, los hijos han crecido, tienen sus cosas y yo necesito hacer algo...".
- Pero si a ti no te falta nada. Tienes una buena casa y puedes hacer lo que quieras.
Cuando Pierre depositó su sexo en el suyo se abrazó fuertemente a él. El hombre acariciaba su pelo, murmuraba palabras de amor, recorría sus mejillas con sus labios. Fue lento, fue sabio. "A mi no me falta nada, ¡si será gilipollas!, se burla de mi. El está cómodo, tiene una esclava y hace lo que quiere; él si que hace lo que quiere".
- Tengo miedo
-¿Miedo de qué?, reconvino Ana María. ¿Te sientes bien así, acaso?. Tienes que hacer tu propia vida. Busca un trabajo y comienza a independizarte.
Compró algunas cosas, regalos para Jorgito y Victoria, y volvió a la placita. Las niñas habían desaparecido y algunas viejas entraban en el templo, silenciosas.
Se instaló en el comercio de un amigo. Fue tomando confianza. Cobraba poco pero por lo menos no estaba en casa todo el día. Viajó a comprar "género", como decían. Pierre tenía una fábrica de ropa en Burdeos. No había ocurrido nada, nada, de verdad. Pero sintió que él la miraba con cariño.
Coqueteó, "qué bonito es volver a coquetear, las frases de doble sentido, escuchar piropos y halagos, sonreir sin pensar en otra cosa". Y esas noches en que no quería, no quería, pero sus manos bajaban y bajaban hasta hallar el placer sin ningún peso sobre ella, su cuerpo abrazado por la oscuridad.
- Me voy a separar, dijo angustiada, no podemos seguir así, yo no puedo seguir.
- Como quieras, pero yo no lo deseo. ¿Por qué te has empeñado en romper una familia?. Haz lo que quieras, de verdad, yo no voy a hacerte problemas.
Del otro lado del teléfono, Pierre. Bajaba a Barcelona a hacer unas compras. Pierre en el aeropuerto. La comida a la luz de unas velas en un restaurante italiano desde donde se veía el mar. Y el coqueteo, y la mano en la mano y los ojos inundados de sus ojos. Era joven todavía, todavía era bella, podía gustar a los hombres, podía ser querida, podía ser amada.
Cuando entró en la habitación Pierre miraba, desnudo aún, a través de la ventana. Se abrazó a él. "Amame, Pierre, dijo, necesito que me ames".
Ana María no podía creerlo.
- ¿Por qué volviste?.
- No lo sé, no lo sé. Esta vida es insoportable...
- ¿Y entonces?
Se quedó un rato sin responder, mirando las nubes densas, amenazantes, sobre la bahía, cómo el mar golpeaba con fuerza a un lejano pesquero.
- Tengo miedo de vivir sin ellos, sin él.

hombres

Hombres

He vivido en la ciudad donde viven los hombres
haciendo cosas que hacen casi todos los hombres
pensando a veces lo que piensan los hombres
sabiendo que cada sombra a mi lado eran todos los hombres
que las culpas que me ahogan son de todos los hombres
con sus pecados capitales y sus pequeños ocultos vergonzosos
pecados veniales cotidianos una mala mirada una masturbación
un tintineo de monedas envidiadas en los bolsillos de otros hombres
una palabra de ira una insultante indiferencia la vanidad que hace distintos
a los hombres entre todos los hombres
He vivido con hombres que reclamaban admiración por su trabajo
con otros que exigían adoración a su apostura
con otros que todo lo sabían y estaban informados
de las cosas más inútiles y ajenas de la vida
he vivido con hombres estandartes de verdades perennes
con hombres que no se equivocaban con hombres marginados
que sólo reclamaban el derecho de vivir entre los hombres
he conversado con hombres que construían sus casas para
la eternidad y con hombres que nunca tuvieron una casa
con hombres que acechaban a los hombres y hombres acechados
que refugiaban su voz en el tormento de un grito maniatado
He visto a hombres de guerra justificando la matanza ineludible
y a temerosos hombres de la paz ocultando su segunda mejilla
a los hombres que se duelen por el dolor del hombre
y a los hombres que negocian con el dolor de los hombres
he visto casi todos los amores de los hombres
a quienes sufren por el dolor y a quienes gritan contra el dolor
porque todos los hombres estaban dentro de mi

tierra

Tierra

No me importan ni el campo ni la tierra
ni los árboles ni el río ni el ocaso ni la hierba
ni el paisaje ni la noche ni los pájaros en rama
ni los hielos y el viento ni las tardes dormidas
en pesados silencios
digo en silencio como sin hombres como sin vida,
como sin sangre digo, sin voces, sin heridas.
Pero el hombre que trabaja su pedazo de tierra
el niño que juega con su poco de tierra
las ciudades que ocultan por debajo la tierra
y los hombres que fueron debajo de la tierra
cualquier tierra
confundida la tierra en muchas tierras
para que la sangre luche y muera por la tierra.
Es mentira la tierra, digo, porque la tierra es
las gastadas baldosas de la casa, el pequeño jardín la calle
el juego al que se juega, la escuela de la infancia
el libro de las letras y palabras
el café con la leche
el calor del verano
la primera injusticia el trabajo las voces que conoces
las voces que rodean conmueven y divierten
la voz que reconoces entre las miles voces de la tierra.
Digo la tierra: la charla del amigo de otro amigo de otro amigo
el trabajo diario el cansancio la risa el dolor el vivir,
digo el vivir sabiendo
que todo terminará sobre la tierra
¿qué importan los árboles los campos la noche la tormenta y el río
los pájaros los hielos el viento y el silencio
si no estás tu y tú y tú sobre la tierra?
Quedan los árboles y el río los pájaros en rama
el paisaje la noche los hielos y los vientos
digo y digo: en ese campo hubo el sueño de un hombre
donde los niños juegan ignorantes y felices sobre la tierra
sin saber de la tierra
sin pensar en la tierra
sin ensuciar la tierra
como la tierra

nocturno

Nocturno

Venzo a la noche de los tugurios y de las anchas avenidas
con sus luces estridentes para mentir un cielo
de brillantes tarjetas electrónicas y carteras obesas de billetes verdes
bajo la sonrisa servil de quien te lleva las maletas
venzo a todos con estos ojos que adivinan el dolor
de los hombres tras la oscuridad el dulce y pegajoso
semen de los enamorados que se abrazan para intentar
vivir así, morir así ellos solos creyendo que son únicos
para justificar su soledad de tigres perseguidos
hasta el último aliento de la ciudad,
en los cementerios de la chatarra y de los hombres.
Venzo a la noche ciudadana desde mis ojos cansados de tristeza
que han visto a las madres desgarradas no por los partos únicos
sino por los hijos de la enfermedad los hijos de la guerra
los hijos del trabajo que no alcanza los hijos golpeados
por la lujuria y el engaño
los hijos que eligen ser felices para vivir entre los tigres,
que comen con los tigres y un día serán cazados, al fin,
como los tigres.
Venzo a la noche de la ciudad con la imaginación de las batallas
libradas contra los malos de todos los idiomas y religiones
les enrostro a Dios y la falta de alegría
por el semen derramado en las noches de los sueños y el descanso
por haber temido los colmillos del tigre
y no haber visto al tigre, la mirada del tigre
el caminar de terciopelo y oleaje de los tigres.

luis pandolfi

Luis Pandolfi

Cuando despertó esa mañana sabía adónde debía dirigirse después de la ducha y el desayuno pero no recordaba a nadie. Bajó las escaleras desde su segundo piso y se cruzó con algunas personas a las que saludó sin reconocerlas. Una vez en el auto todo fue más familiar: conocía esas calles, el kiosko de prensa, los bares, la desgastada estatua en la glorieta.
Estacionó en la plaza Independencia y se dirigió a sus oficinas en el alto edificio de cristales. De nuevo los saludos de desconocidos en el ascensor, por los pasillos. Otra vez las sonrisas y las respuestas murmurando apenas unas palabras ininteligibles. Una señorita entró en el despacho y dejó unos papeles sobre la mesa.
- ¿Cómo has pasado la noche, Luis?
- Bien, he dormido bien. ¿Usted quién es?.
La mujer lo miró sorprendida. Lo hizo largamente, con curiosidad.
- ¿Me estás cargando?
- No. No sé quién es usted. ¿Quién es?
- ¡Estás cada día más loco!
Desapareció hacia los pasillos. Luis miró por la ventana. Sonó el teléfono y al descolgar una voz que no reconoció le dijo que en cinco minutos habría una reunión en la oficina del gerente.
Cuando llegó a ésta cinco o seis personas se repatingaban en sillones amplios de cuero con carpetas en sus regazos. Quien debía ser el gerente estaba detrás de un gran escritorio negro. La señorita de antes estaba sentada a su lado y se inclinaba para susurrarle algo al oido. Comenzaron a hablar de ventas y de comisiones, al parecer de clientes morosos y medidas cautelares y jurídicas. Más de media hora hablando todos casi al unísono, discutiendo sobre asuntos que le eran familiares, excepto cuando mencionaban personas y apellidos
- ¿Y vos, Luis, qué pensás de esto?. No has abierto la boca en toda la reunión.
Todas las miradas convergieron sobre él. Se sintió incómodo
- Es que....no sé de qué están hablando, farfulló. No les conozco...no sé quienes son ustedes.
Hubo un profundo silencio. No sabía que hacer. Los demás lo miraban sorprendidos, quizás esperando otra frase, una explicación.
- No los reconozco, no. Conozco estos muebles, estos cuadros, reconozco estas carpetas azules pero no sé quiénes son ustedes, de verdad, no lo sé.
El silencio se hizo más espeso, casi doloroso
- ¿ Has visto a un médico?, preguntó uno de los hombres. La mujer miraba alarmada.
- ¿Para qué?...Me siento perfectamente.
Cuchicheaban entre si y lo miraban. No supo cuánto tiempo pasó. El hombre detrás del escritorio hizo una señal con su brazo y los demás fueron desapareciendo.
- ¿Qué te sucede, Luis?. Nos estás preocupando a todos
Quedó un rato en silencio. El hombre le observaba y su mirada ciertamente reflejaba interés, casi diría que cariño. Pero no podía descifrar de quién se trataba. Hizo un gran esfuerzo por recordar esa cara mofletuda, esos anteojos negros, el pelo rubio casi pelirrojo.
- No lo sé, no lo sé. Conozco este lugar, te lo aseguro, conozco este escritorio y estos sillones. Incluso me parece haber visto antes esos cuadros en las paredes y esta alfombra, pero no te conozco a vos, no sé quién sos.
- Me estás tomando el pelo. Si lo que decís es cierto, explicáme entonces cómo has llegado hasta aquí.
- No lo sé, casi gritó. ¿Es que me querés volver loco?. Conozco las calles y los edificios, no soy un boludo, ¿sabés?. Pero no te conozco a vos ni a ninguno de los que estaban aquí. ¡Déjenme tranquilo!.
- ¿Sabés lo que tenés que hacer?. Tomáte unos días. Descansá bien. Seguramente has estado trabajando mucho. El estrés, ¿sabés?, el estrés que nos tiene mal a todos. Es una vida de locos. Te doy permiso. Mirá, hoy es miércoles. No volvás hasta el lunes. Reponéte y volvé el lunes, el lunes, sí. Ya se encargará Marta de llevarte tu trabajo. Ahora andáte, andáte y no me andés preocupando a los demás.
Por los pasillos la gente lo miraba como sorprendida y cuchicheando. Sentía los ojos a su espalda y un rumor de voces indescifrables. La misma chica de siempre se puso a su lado como para acompañarle al ascensor. Debía ser Marta. Lo tomó por el brazo y le sonrió suavemente.
-Todo se va a arreglar, Luis, ya verás. Cuando entraba en el ascensor se le acercó más y le dijo casi al oido: "Te veré esta tarde, cariño, a la hora de siempre".
Después de almorzar en el boliche de la esquina, escuchando saludos de algunos parroquianos y sin poder reconocer a ninguno de ellos, Luis volvió a su departamento cerca de la plaza de los Olímpicos. Desde el balcón se veían las copas de los árboles como un tapiz verde y se escuchaban los gritos de los niños del colegio ubicado a unos cincuenta metros a la derecha. La calle estaba vacía, silenciosa. De vez en cuando un transeúnte con pasos tranquilos buscaba las sombras de la vereda para escapar del inclemente sol de febrero.
Puso música en el tocadiscos. Una sinfonía de Mozart. Al lado del aparato una foto en la que se reconoció al lado de Marta. ¿Quién sería esa mujer?. ¿Por qué reconocería las cosas y no a las personas?.
Dormitaba en el sillón cuando escuchó el ruido de la puerta al abrirse. Era Marta. Se acercó a él, dejó la cartera en una silla y se sentó en su regazo. Le dio un beso suave en la boca y sonrió.
- ¿Andás mejor, mi amor?
- ¿Por qué me llamás mi amor?. No sé quién sos. ¿No te das cuenta?. No sé quién sos, casi gritó, desprendiéndose del abrazo de la mujer y poniéndose en pie.
Ella lo miró preocupada.
- ¿Qué te anda pasando, Luis?. No puedo creer que no me reconozcas.
No contestó. Ella también se puso nerviosa. Corrió hacia la foto, la agarró y la mostró
- Decime una cosa. ¿No reconocés esto?. ¿No estamos juntos aquí?. ¿No llevamos más de seis meses juntos? ¿No te acordás -esgrimía la foto como un arma- cuando estuvimos en aquella casita de Piriápolis junto a la playa?. ¿Qué hacías, eh, qué hacías?. ¿Cogías conmigo y no sabías lo que hacías ni con quién?. Vení, vení.
Lo tomó de la mano y le arrastró al dormitorio. Abrió el ropero grande y sacó unas perchas.
- ¿Sabés de quién son estos vestidos?. ¿No lo sabés?. Son míos, sabélo de una vez, míos. Y estos calzones también, y esta cartera marrón. Y el cepillo de dientes verde que está en el baño. Es mío, mío, todo mío. Ahora decís que no recordás. ¿Qué carajo te pasa? ¿Quién te creés que sos para adoptar esa actitud?. ¿A qué mierda estás jugando?.
Luis volvió al living, se dejó caer sobre el sillón y se la quedó mirando fijamente sin decir nada. Ella le observaba y se sentó mirándolo cara a cara. Cinco, diez minutos. ¿Qué podía decir?. Sólamente sostenía su mirada y se frotaba las manos con nerviosismo. La sinfonía había terminado y el silencio llenaba la habitación. El silencio es bueno, pensó, todo debía ser silencio. No hay nada que decir, nada que hablar. No tengo sentimientos, pensó, porque esta mujer parece sufrir y no sé porqué. Debo haberla querido, sí, debo haberla querido. Y si ella está aquí es que debo quererla aún. No, no, es al revés, ella debe quererme a mi. Ella sabe quién soy, seguro que lo sabe. ¿Qué puedo hacer?. Es que no recuerdo, no recuerdo nada. Si recordase sabría algo de mi mismo. Debo tener unos treinta años, pero eso no importa porque no lo sé. Sí, claro que importa. Me deben haber pasado muchas cosas en estos treinta años. Tiene unas bellas piernas. Siento un cosquilleo dulce aquí abajo cuando las miro. Y sus labios son carnosos y sus ojos negros profundos. Está preocupada, se la ve. La oficina era amplia, cómoda, bien amueblada, de modo que debo ser algo importante en ella. Y si la reunión era de jefes, yo soy jefe. ¿Por qué no me dice nada?. ¿En qué está pensando?. Tampoco sé bien cuándo me ocurrió esto, si es que algo me ha ocurrido. Si ellos me conocen y saben de mi es porque he hecho algo con ellos. Es aterrador: me conocen, saben todo de mi y yo los ignoro. Ahora sonrie. ¿Qué le habrá hecho gracia?. Ellos están en ventaja. Ellos saben, sí, ellos saben y yo no. Pueden dominarme si quieren. Lo mejor es no hablar, no hablar.
- Eres como un niño, casi adivinó ella.
- ¿Por qué?
- ¿Por qué qué?. Te ves tan desvalido. ¿Es verdad que no recordás?
- A vos no te recuerdo
- Vení.
Le tomó de la mano y lo condujo otra vez al dormitorio. Comenzó a desnudarse. La camisa. La pollera. El la miraba sin comprender bien lo que estaba pasando pero el cosquilleo se hizo más intenso. Se acercó a él. Lo abrazó y durante un rato no se movió, apoyada la cabeza en el pecho del hombre. Luego fue desprendiendo los botones de su camisa y se la sacó completamente. Le acarició el pecho, le desprendió el cinturón y comenzó a bajarle los pantalones. Su sexo crecía por momentos y lo invadían oleadas de calor y de placer. Lo sentó en el borde de la cama y lo empujó hasta dejarlo tendido totalmente. El cerró los ojos mientras ella le quitaba los calzoncillos. Sintió un sacudón dulce, profundo, cuando ella comenzó a acariciarle el sexo lentamente y su boca se acercó a sus labios. Primero lo besó suavemente, apenas unos roces; luego su lengua le destrabó la boca y se introdujo en ella paladeando su interior.
- ¿Te gusta?
- Si, mucho
Ella volvió a besarlo profundamente mientras su mano le acariciaba el sexo. Las manos de Luis comenzaron a recorrer su espalda y sus pechos duros, cálidos. Bajó la cabeza hasta ellos y los chupó con pasión. Ella le cabalgó. Sonreía y le pasaba las manos por el pecho y la cara. Tomó su sexo con una mano y comenzó a introducírselo lentamente. Luis creía que iba a reventar. Marta se bamboleaba con lentitud, cerrando los ojos mientras él le acariciaba los pechos suavemente.
- ¿Me querés?, preguntó ella
- Creo que si, respondió
Marta sonrió. A medida que subía y bajaba apretaba con más decisión el sexo del hombre. El se sentía desfallecer de placer. Ella aceleró sus movimientos. Su cabello negro iba para atrás y adelante, atrás y adelante, en un movimiento de sudor y fiebre. Luis sintió que algo iba a explotar, a explotar, a explotar. Terminó en un estertor cuando Marta jadeaba y gritaba como posesa. Ella se recostó sobre su pecho, los ojos cerrados. El abrió los suyos completamente. En el techo de la habitación el sol alargaba la sombra de la lámpara que se quebraba en la pared de enfrente. Pasaron unos minutos.
- ¿Mañana vas a recordar esto?, preguntó ella
- Creo que si, respondió él. ¿Lo haciamos muchas veces?
- Todas las que podiamos aunque, sonrió, últimamente estabas un poco vago
- ¿Cómo me llamo?
- Luis Pandolfi. Tenés treinta y dos años y trabajás como abogado en una firma de importación y exportación.
-¿Y de dónde vengo?
- ¡Ay, Dios mío, qué paciencia!. Naciste en Pando, de "buena" familia. Estudiaste en Montevideo. Tenés un hermano en aquella ciudad. Y tenés amigos: Samuel, Pancho, Federico, Antonio. ¿Qué más querés saber?.
- ¿Cómo y cuándo te conocí a vos?
- En el trabajo, ¿dónde va a ser?. ¿No sabés que en el trabajo es donde la gente se conoce más?. Algunos terminan casándose pero la mayoría sólo cogiendo. Vos eras la estrella en aquel momento. Y sólo yo sé que estuviste preso una vez, pero unos días nada más.
- ¿Preso yo?. ¿Por qué?
- Decían que eras tupa. Fue antes del golpe. Te soltaron a la semana. No pudieron probarte nada. ¿No te acordás de todo eso?
Cuando Marta se fue, Luis prendió la televisión. A principios de 1986, decían, los guerrilleros habían hecho su primer acto político. Aparecía un señor de pobladas cejas diciendo que nunca más a la violencia y a la subversión y otro que hablaba de la historia democrática del país. Después, una telenovela argentina de amores y desamores. Y en el informativo se hablaba de Penarol y la Copa América. Conocía esos colores, sí, los conocía. Se acordaba del fútbol, del estadio, de aquella gloriosa final de 1966 contra el Real Madrid.
Bajó corriendo a comprar los diarios, volvió a su casa y los desplegó sobre la mesa. Leyó apasionadamente todo, hasta los anuncios clasificados. Cuando la penumbra comenzó a rodearlo, nuevamente entró Marta cargada de paquetes.
- ¿Qué haces aquí de nuevo?
- Vivo aquí, ¿o te has olvidado?. Mejor dicho, bromeó, te sobrevivo aquí. ¿Has estado leyendo la prensa?.
- Si, quería enterarme
- Da lo mismo, en este paisito nunca pasa nada y cuando pasa es catastrófico. Mejor no enterarse.
Esa noche hicieron nuevamente el amor y Luis comenzó a reconocer el cuerpo de Marta. Al día siguiente, cuando ella se fue a trabajar, él decidió salir a pasear por la ciudad. Recorrió en su automóvil casi todos los barrios, tomó café en varios boliches y caminó por el Prado. Le gustó perder el tiempo, no tener que ir a esa oficina donde no conocía a nadie ni ocuparse de cosas que ya no entendía.
Marta había invitado a Samuel y Federico. El primero era apasionado, verborrágico, se atragantaba con las palabras y quería vencer, siempre vencer, en las discusiones. Federico era todo lo contrario: meditaba, o parecía meditar, todo lo que decía, elegía las palabras, dejaba hablar y luego se solazaba en mostrar su erudición en todos los temas. Marta parecía contenta, como si no pasara nada, como si todo fuera igual que siempre. Luis no hablaba y los demás le miraban a veces con preocupación y premura, tratando de dar pie con sus palabras a alguna respuesta suya.
- Lo siento mucho, se oyó decir, sé que quieren ayudarme, pero es que no los conozco y ni siquiera sé de lo que hablan.
- Entonces, querido, dijo Federico, vos sos como la bomba de neutrones, que mata a las personas y no las cosas. De ahora en adelante te llamaremos Neutrón.
Todos rieron la salida del amigo. El médico al que le llevaron no se rió. Era un psiquiatra reconocido, por lo visto. Pero no supo decir nada. "Estos casos -dijo a Marta- son muy raros y, además, difíciles de diagnosticar y curar ya que si el enfermo no recuerda nada parece inútil tratar de indagarle en su pasado. Además, la amnesia en Luis también es muy rara porque recuerda la ciudad, sabe conducir auto, se desenvuelve bien en las cosas de la vida cotidiana. Lo único es que no recuerda a las personas. Digamos -terminó- que es como un niño que conoce toda la geografía de su vida pero ha olvidado la historia".
- Y el muy pelotudo, explicó Marta a Samuel, se quedó tan satisfecho con su frase ingeniosa.
Esa noche Luis esperaba a Marta en la cama. La mujer recogía las cosas de la cena y se escuchaban ruidos de platos y cacerolas. No era malo vivir así, se dijo. Marta me quiere y estoy bien con ella. El problema es el trabajo. He leido algunos informes que me ha traido Marta y los reconozco. Incluso ha dicho, cuando le he explicado cómo actuar en un caso, que eso era lo adecuado. Podía volver a trabajar. "Pero, claro, dijo ella, te tendrán que dar casos nuevos, de nuevos clientes, para que conozcás todo a la vez, el cliente y el asunto. Imagináte si te dan un caso viejo y llegas a decir que no conocés al cliente. Se marcharía a otro estudio. Así que lo del trabajo está arreglado. Hablaré mañana con el gerente y le diré que necesitás otros quince días de reposo. Mientras tanto, yo te ayudo a estudiar las carpetas para que te volvás a acostumbrar y te traeré unos libros para que estudies tus leguyerías".
Cuando Marta comenzó a desnudarse él tuvo una erección instantánea. Ella se abalanzó sobre su cuerpo e inició una felación lenta y profunda. Luis gemía de placer. Ella se levantó, le tomó de la mano y le hizo poner de pie. "Ahora, dijo, quiero de otra forma". Se arrodilló en el borde de la cama y él se acercó a ella y la penetró desde atrás. Se movieron acompasadamente, acelerando, acelerando, intentando Luis atraer sus caderas hacia él para que su cuerpo no se le escapase hasta que estallaron en un rugido áspero, largo. Se recostaron agotados.
- ¿Sabés, dijo ella?. Es mejor así
- ¿Cómo así?
- Sí, que no sepas nada, que todo tengás que aprenderlo otra vez. Que sea yo quien te enseñe todo lo que debés aprender.
Luis sonrió. Hacía mucho tiempo, no recordaba cuánto, que no sonreía.
Volvió al trabajo y aprendió los nombres de todos sus compañeros por segunda vez. Le apreciaban pero pronto se dio cuenta de que le daban los casos fáciles, que jamás iban a volver a confiar en él. Ni siquiera lo hicieron cuando sacó adelante una importación de productos por dos millones de dólares para un cliente poderoso del interior aliviándole de numerosos pagos en oficinas estatales.
Marta lo cuidaba tanto que le decía con quién y con quién no debía relacionarse, cómo debía comportarse en todo momento, cuándo salían a pasear o al cine y con quién. Marta imponía su poder sobre él a todos y los amigos llegaban a su casa y se iban al poco rato. "Es que, decía ella, se ponen nerviosos porque hablan y hacen bromas del pasado, cuentan anécdotas y vos ni te enterás, no sabés de qué se trata. Las personas se ponen nerviosas con quien no los reconoce, ¿sabés?."
- Pero ellos me conocen a mi
- Pero no te tienen. Tienen un pasado de vos que tampoco reconocés
- Y vos, ¿por qué seguís conmigo?
- Porque yo te quiero. Es distinto entre un hombre y una mujer.
Es verdad, pensó Luis. Entre un hombre y una mujer es otro idioma. La cosa es más íntima. No necesitan conocerse. Se aman, se necesitan, se cogen y están bien. Pero tengo que conocer a los demás para vivir. Debo conocerlos incluso para poder hablar con Marta de algo que no seamos sólo ella y yo. ¿De qué carajo hablaban Adán y Eva?. Debían aburrirse como ostras. Por eso Caín mató a Abel, por aburrimiento. El crimen es siempre contra los demás. Sin los otros no hay crimen, no puede haberlo. Con los otros puedes ser tú mismo la víctima. Es el riesgo, qué joder. No podemos vivir sin los otros, estamos jodidos, pero los otros a menudo no nos dejan vivir. Acabo de escuchárselo en la tele a un político de izquierda: "Sin violencia no hay solución en Latinoamérica pero en Latinoamérica la violencia no es solución". Palabras, palabras. Nos rodean las palabras. Los otros quieren reconocerse en nosotros, no reconocerse ellos mismos. Les unen las anécdotas, la historia en común pero, sobre todo, el hecho de que creen conocer a los demás. No es que no quieran hablar conmigo; lo que desean es que yo diga lo que ellos quieren oir. Lo he visto claro: cuando Samuel dice algo, Federico le replica explicándole porqué lo ha dicho pero no contesta realmente a sus palabras. Así que las palabras no importan, lo que importa es que alguien nos diga lo que ya sabemos, que nos ayude a ser sólidos, seguros de nosotros mismos. Queremos reflejarnos en los demás y ver una figura atractiva, queremos que los demás nos vean como nosotros nos vemos. "Es distinto entre un hombre y una mujer", ha dicho la muy inteligente. Se creerá inteligente. Pero no es lo mismo con una mujer y otra mujer. Es distinto, cada una con sus palabras, con la historia que tienen. Yo no tengo historia, claro. Sí, sí tengo, lo que sucede es que la tienen los demás pero no yo mismo. Eso les molesta a los amigos, que tienen mi historia pero yo no tengo la suya. La memoria es siempre la culpable. En mi no encuentran apoyos para vivir. Necesitan que se los conozca, que se los quiera por cómo creen que son. "Es distinto entre un hombre y una mujer". ¡Vaya frasecita de teleteatro barato!. No me quiere, claro. O sí me quiere, ¡qué se yo!, pero le soy útil. Coge conmigo, habla conmigo, hace lo que quiere conmigo, me conduce por la vida. Por eso dice que me quiere, la muy jodida. Porque todos estamos solos y ella ha logrado tener un hombre en sumisión, totalmente dependiente de ella. Me quiere porque me enseña, porque ha ganado la lucha por el poder.
Cuando esa noche Marta llegó a la casa, Luis estaba sentado desnudo en el sillón del living.
- ¿Qué hacés así?. ¿Ahora te dedicás al nudismo?
- Vení aquí.
Ella se acercó adonde estaba él, sorprendida e incluso divertida.
- Arrodilláte, ordenó Luis
- ¿Qué decís?. ¿Vos estás loco?
- Arrodilláte he dicho, carajo, gritó
Marta se arrodilló casi instintivamente y lo miró. La sorpresa había desaparecido de su cara, que reflejaba temor y ansiedad.
- Ahora, chupámela
- ¿Quée?
- ¡Chupámela, carajo!.
Tomó su cabeza por la nuca y la inclinó entre sus piernas. Ella estaba temblorosa, llena de miedo, y el temor la hizo obedecer. Bajó la cabeza y comenzó la felación. Durante unos minutos sólo se escuchó el absorber y absorber sube y baja de la mujer, que respiraba agitadamente. El no permitía que la cabeza se levantase. Dio un grito, un estertor ronco y alargado, y se vació en la boca de Marta. Entonces la soltó.
Ella se quedó sentada en el suelo reprimiendo las arcadas. Se limpió la boca con un pañuelo y comenzó a llorar. Gimoteaba y las lágrimas resbalaban por su cara, roja de humillación. El la miraba fijamente.
- Sos una bestia. ¿Por qué has hecho esto?
- Vos los sabés muy bien. Porque te temo.