viernes, 19 de diciembre de 2008

ana maria massini

Ana María Massini

Nunca supo bien en qué momento decidió dedicarse a no vivir. Una tarde en que soplaba el viento caliente del norte que casi impedía respirar se había quedado amodorrada en el sillón de mimbre bajo el parral. Federico estaba en la ciudad atendiendo su empresa y los niños se habían ido a casa de Paco a jugar con la Negra y sus amigos. Sólo Susanita dormía en la pieza grande, acariciada por un ventilador chiquitito que la defendía del calor.
"¿Pudo haber sido mi vida de otra manera?". Se sobresaltó al pensarlo, pero tras el sobresalto primero sintió cómo un suave, cálido adormecimiento la invadía y cómo su cabeza se iba a divagar por el pasado. Lo primero que vino a su mente fue el agua marrón corriendo por la acequia de la calle y la puerta de madera noble, sólida, de su vieja casa. Apareció, sobre todas, la escena cuando los cinco hermanos vivían juntos y salían a pasear los domingos por la calle Libertador para encontrarse con sus amigos.
¿Por qué nunca hablaba de papá y mamá, como si se hubieran llevado a la muerte sus propios recuerdos?. Ni siquiera había fotografías de ellos en la casa, excepto la pequeñita en un marco de plata que tenía en la mesa de luz. Estaba segura de que ni sus hijos sabían que su abuelo Antonio había sido escribano y había trabajado en el ferrocarril de los ingleses cuando desde Málaga llegó a La Colina, a principios de siglo.
No había sido mala la vida en esa ciudad recostada sobre la cordillera antes de la llegada de Federico. Es verdad que muchas veces, tras la muerte de papá y a punto de cumplir los treinta, se sentía solterona y solitaria en una sociedad en la que todas sus amigas estaban casadas y con hijos. La vida era el trabajo con los niños en el colegio, toda la mañana machacando el piano haciéndoles cantar las marchas patrióticas y algunas piezas de folklore. Después llegaba a casa, que se iba quedando sin habitantes, sólamente con Rosita, solterona como ella. Su hermano mayor, Antonio, hacía tiempo que se había ido, cuando se casó con aquella tucumana que no gustaba a ninguno y a la que había que introducir en un mundo que nunca había imaginado. Una tarde Antonio les había hablado por teléfono. Iría a cenar con ellas para presentarles a Federico, un ingeniero que había hecho la guerra española y se había exiliado en La Colina, donde tenía un primo periodista. Ya les había hablado de él, pobre hombre, lo que debería haber sufrido, su mujer muerta y él sin haber podido ir a su entierro porque el pueblo donde vivían ya había caido en manos de los franquistas.
A los veintitres años la guerra civil española había sido la primera noticia que ella había tenido de la tragedia humana. Pero quedaba tan lejos todo aquello. Aunque durante unos años no se hablaba de otra cosa en La Colina. Su padre estaba con los republicanos pero era apolítico y casi nunca mencionaba esos temas con ellas. Ana María tenía que disimular con sus amigas, sobre todo con las de la Academia donde daba clases de sevillanas.
Porque era una bailarina consumada de bailes españoles. Allí todos querían a Franco y decían que estaba salvando a España del comunismo. Ella no entendía nada, porque los republicanos habían llegado al gobierno por elecciones y no sabía porqué había que hacer una guerra para echarlos.
La Colina era un paraiso, tan lejos de la capital que ni los golpes de estado del país conmovían a nadie. Aquí todos eran demócratas y se vivía bien, sin sobresaltos ni violencias.
Era un hombre que comenzaba a engrosar, semicalvo, pero que hablaba maravillosamente. Contaba tantas historias de su sufrimiento, de su viudez, de la guerra. Era tan culto y sabía tantas cosas. Incluso cuando hablaba tenía rasgos y frases de humor encantadores. Ana María se enamoró de él perdidamente. Se dijo que el pobre Federico necesitaba una mujer que le cuidase, que le hiciese olvidar cuanto había pasado, una mujer que viviese para él.
Así había empezado todo. Ana por acá, Ana por allá, Ana por todos lados arreglando la casa, enojándose con los chicos cuando hacían ruido y Federico estaba en el despacho, enojándose con ella misma cuando algo le salía mal y temía esa mirada reprobadora de su marido. A veces tenía que salir a defender a los chicos porque él era muy estricto con ellos y en más de una ocasión les había levantado la mano.
Hablaba mucho de España. Casi siempre, pero ella no le iba a llevar la contra. De modo que poco a poco fueron siendo familiares para ella nombres como Cantalejo, Avila, Cercedilla y hasta los de algunas calles de Madrid. A veces le molestaba que se hablase sólo de España, que allá estuviese todo lo bueno del mundo, como si el resto no existiese. Y escuchaba las historias familiares de una familia que no había conocido mientras sus recuerdos se iban escondiendo en cortas conversaciones con Rosita y en el escudriño de viejas fotografías cuando él no la veía. Pero había sufrido tanto el pobre Federico que había que darle una buena vida. Incluso aprendió a "cocinar en español” y todas las semanas había un almuerzo de puchero, que él llamaba cocido, y otro de huevos fritos con papas fritas y salsa de tomate.
No sabía bien cuándo comenzó a sentir ese malestar por adentro. No podía comentarlo con nadie, además. Federico se había enojado con sus hermanos y sólamente Rosita la acompañaba de vez en cuando. No veía ni a Antonio ni a Teresa para que él no se enojase de modo que se hundió más en los cuidados de la casa y en sus clases de piano.
Al principio de su matrimonio había reuniones en casa con mucha gente y ella disfrutaba mucho porque los amigos de Federico eran artistas, profesores de la Universidad, gente muy interesante y culta. Claro que ella veía poco a sus antiguos amigos y amigas pero es que tenía mucho trabajo atendiendo la casa y los chicos. Después las reuniones se espaciaron y hacía como dos años que muy de vez en cuando aparecían algunos amigos de Federico. Ella los trataba muy bien, les hacía comidas especiales pero hablaba poco con ellos. Se acordaba que años antes, cuando intervino en una conversación –estaban en el living y había bastante gente- dijo algo que pareció molestar a Federico, ya que él se lo reprochó duramente. “Cállate, Ana, que tú no sabes de ésto”. Le había dolido mucho que hiciera eso en público y poco a poco se acostumbró a no hablar.
Sintió cómo Susanita se movía en la cuna y escuchó atentamente. No se había despertado. El almendro del jardín estaba en flor y muy pronto comenzarían a recogerse las cerezas del árbol al lado del parral. La casa de campo, cerca de la cordillera, estaba muy bien, con su galería de tejas y sus columnas cuadradas, fuertes, de ladrillo pintado a la cal, y sus grandes espacios de pasto tras los cuales se veían los viñedos y los árboles frutales. Los chicos correteaban allí todo el verano con sus amigos. Ella era feliz en esa casa y un día se dio cuenta de que era la suya, donde reinaba plenamente. Federico se iba a las ocho a la ciudad y no volvía hasta doce horas más tarde. Se lo había dicho Rosita un día:
_ Acá te sentís mejor porque estás sola. A lo mejor, a lo mejor...
_¿Qué querés decir?
_ Nada, nada, mujer. Era una tontería.
Rosita era muy buena y le había ayudado mucho a criar a los niños. En realidad, a veces se preguntaba qué habría hecho ella sola sin su hermana. Pero ese día se sintió mal con esas pocas palabras. Y coincidió que esa noche, cuando Paco Zapata llegó a cenar, se dirigió a ella con gran simpatía, como nunca había hecho.
_ ¿Sabés que todavía estás muy bonita, Ana?. Sos un verdadero churro. Si este gallego no fuera mi amigo, flirtearía con vos.
Supo que se sonrojó pero no contestó nada. Ella se sabía buena moza, se lo habían dicho muchas veces...pero hacía tanto tiempo ya. En la Academia, cuando todavía daba clases de baile español y se arremolinaba en sus polleras de faralaes, muchos le decían que tenía las mejores piernas del mundo. Caminaba derecha y, efectivamente, tenía un buen tipo. Incluso Federico lo decía al principio: “No sé de dónde has salido tú, con lo feos y cursis que son todos los de tu familia”.
Paco Zapata la llamó tres días después para invitarla a tomar el té. “Pero tiene que ser en un bar, ¿qué te parece el de la plaza?. Es que quiero hablarte de los problemas que tengo con la Negra, ¿sabés?. No me anda bien en los estudios y está muy rebelde en casa, y como vos has criado a tres hijos...”
Se fue caminando. A las cuatro, había decidido, para estar en casa cuando llegase Federico. El calor era insoportable pero le gustaba caminar buscando las sombras de los árboles de la carretera y mirar los campos de viñas altas que se extendían hasta los primeros cerros. No sabía porqué se sentía como culpable, como si estuviese haciendo una mala acción. Con Paco eran amigos desde hacía veinte años, había veraneado muchas veces en su finca, enorme y con una casa espaciosa de estilo colonial, y había visto nacer a sus tres hijos.
_¿Cómo andás?. Vení, vení, sentáte
Paco era muy amable. Le habló de los problemas de la Negra. “Vos sabés?. Lo puedo hablar con vos, que me entendés bien. Siempre has sido una buena amiga. Pero con Mercedes no puedo. Pensamos distinto en todo. ¿Sabés que todo anda muy mal, no?
_ No, no lo sabía. Mirá, Paco, deben ser imaginaciones tuyas. Mercedes es una buena mujer. No puedo creer...
_ Te cuento, mirá, porque no es oro todo lo que reluce y las cosas no son siempre como se ven.
Habló de su desencuentro conyugal, le contó anécdotas que ella no quería escuchar pero que en el fondo la fascinaban. Sintió que Paco estaba sufriendo y cuando él la tomó la mano la dejó un rato entre las suyas, hasta que se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Con un movimiento brusco se desasió.
_ Perdonáme, Paco, pero ésto no está bien.
_ ¿Qué es lo que no está bien?. ¿Somos amigos hace años, ¿no?. ¿En quién voy a confiar, si no?. Además, vos sabés que siempre te he querido mucho. Por otra parte, no creo que vos andés muy bien con el gallego..
_ ¿Qué querés decir?. ¿Cómo te atrevés?...
_ Todo se ve, Anita, todo se ve. Y lo que un hombre como yo nota es que vos has aceptado ser un cero a la izquierda pero eso te duele. ¿Cuánto hace que no te acarician bien, Anita?. No te pongás colorada –elevó la voz- eso les pasa a muchos, a mi también.
Se levantó totalmente descontrolada y avergonzada y en su huida del bar tiró una silla. Volvió a su casa casi a la carrera, transpirando todo su cuerpo, el pecho palpitándole aceleradamente. Menos mal que Federico no había llegado todavía. No le podía contar lo que había pasado, no, no se lo contaría. El y Paco eran buenos amigos. ¡Qué vergüenza, Dios mío, qué vergüenza!
Transcurrieron varios días, Ana María ocultando su vergüenza y Federico sin darse cuenta de nada. El pecho le explotaba a veces de ansiedad y miraba a sus hijos con angustia, temerosa de perder todo lo que tenía, esa seguridad total, la vida normal con su familia. No había ocurrido nada. No, no había ocurrido nada y, además, no tenía nada que ocultar. No podía decírselo a Federico porque se llevaría un disgusto de muerte. Pero no resistía, le daban sofocos cuando veía a su marido aparecer en casa. ¡Se va a dar cuenta, se va a dar cuenta!.
_ Te tengo que decir una cosa, Federico.
_ Sí, ¿qué te pasa?
_ ¿Vos me querés?
_ ¡Qué tonterías dices...!.
_ Es que me ha pasado una cosa
_ ¿Qué cosa?
_ Es algo que me averguenza, pero que no me deja vivir. Te lo tengo que contar.
_ Vamos, mujer, no creo que sea tan grave.
Lo contó todo, las palabras de Paco, cómo le había tomado la mano, lo que dijo luego, su vergüenza. Federico la escuchaba y a ella le pareció que dibujaba una sonrisa.
_ Lo siento, Federico, terminó. Sé que hice algo horrible pero no fue mi culpa.
_ ¡Qué tonterías dices, mujer!. No tiene importancia. Paco se ha divertido contigo, conociéndote como te conoce.
_ ¿Entonces no te molesta?
_ Claro que no. Paco que se divierte y se burla. ¿No te habrás creido que está enamorado de ti?.
_ No sé. Yo lo vi...
_ No te hagas ilusiones. A tu edad, con tres hijos y con lo poco que te cuidas, ¿crees que alguien va a enamorarse de ti?.
Se quedó como de piedra. No dijo nada pero esa noche pasó mucho tiempo en el baño llorando amargamente.

_ Me trató muy mal, muy mal, no tiene corazón. Me hizo perder el poco respeto que le tenía.
_ No te preocupés más, Anita. Y tapáte bien que se viene el otoño y comienza a hacer frío.
Paco apagó la luz y se abrazó con fuerza a su cálido cuerpo desnudo.

No hay comentarios: