Soledad Martínez
El hombre, hasta hace un mes extraño, dormía a su lado y respiraba acompasadamente. Estaba nerviosa, casi feliz. ¿Quién le iba a decir a ella que estaría en una habitación de hotel barcelonés -plazuela y catedral frente a la ventana- con alguien que no fuera Jorge, desnudos, satisfechos tras el paseo por las Ramblas y el amor?.
Encendió un cigarrillo y se levantó. No se iba a lavar, todavía no. Quería disfrutar de esos momentos; que se enterase de que ella era capaz de hacer lo mismo que él, tantas humillaciones y disimulo durante tantos años.
Tenía ganas de hablar a sus hermanas por teléfono y contarles. Fíjate, Pierre dormido a mi lado, lo había hecho, se estaba liberando, su vida tomaba un rumbo. Estaba segura de que se alegrarían; ellas la habían visto sufrir y esperaban, seguro que lo esperaban, que se liberase de una vez.
Se miró en el espejo vertical del armario. Estaba bien, las carnes aún duras, ni un gramo de grasa, los pechos magros, jóvenes, nadie diría que había superado los cuarenta. Cuatro años, casi cinco ya sin una caricia, sin una mano que la recorriese ni una voz jadeándola ternura y sonriendo sobre su sonrisa.¡Imbécil! ¡Un imbécil, un gilipollas!.
¿Por qué la sensación de tristeza, como de vacío?. Pierre dormía. Sentía ternura por ese hombre. No podía ser, claro que no podía ser. Cuando se tumbaron en la cama y comenzó a desnudarla, cuando sus manos y sus palabras la estaban diciendo que era bella, sensual, que era una mujer buena y apetecible, a ella casi le habían saltado las lágrimas porque era feliz. Se sobresaltó cuando el rostro de Pierre, fue sólo un momento, apenas dos o tres segundos terribles, se había parecido al de Jorge.
¿Y ahora qué voy a hacer?. ¿Qué voy a decir en casa?. Ella había hecho todo lo posible para que no ocurriese. Claro que Pierre le gustaba, su calma, que la escuchase con atención, su sonrisa alejada de angustias y frialdades, pero ella había dicho "si tú no quieres, no voy a Barcelona", y había agregado con un aire frívolo: "los negocios pueden esperar". Hasta sonrió por su ingenio, esperando algo que la impidiese viajar.
-Si tienes que ir es mejor que lo hagas, respondió Jorge sin dar importancia al asunto. No te preocupes, nos arreglaremos bien sin ti.
"¡Se arreglarán bien!. Claro que lo harán, siempre lo han hecho. Para ellos yo soy sólamente la cocinera, la que va a la compra, la que tiene siempre todo listo. Yo soy a la que se grita -¿por qué los hijos me gritan cada vez más?- o a la que se ignora. Esas noches en las que él no aparece hasta la madrugada o en las que desaparece apenas cenado. ¿Y aquella vez en que estaba enferma, grave, sí, grave, y él se fue a dormir a otra habitación porque tenía que levantarse temprano para ir a trabajar?. Eso no se lo perdonaré nunca".
La ducha le quemaba en la nuca y la atontaba, pero no se movió. Por el espejo nublándose arriba del lavabo podía ver a Pierre. Cerró los ojos. "Se creen que soy tonta, hasta mis hermanas lo creen, pero tengo una familia y ellas no. Tengo una casa con un marido y unos hijos. Siempre dándome consejos, siempre presionándome para que tome decisiones. ¿Qué coño quieren?, ¿que tire todo por la borda, veinte años de matrimonio?".
La fiesta había sido estupenda. Fue en el Tenis, de etiqueta, y estaban todos los amigos. Su padre sonreía a diestra y siniestra y ella se sentía como en una nube. Los compañeros de Jorge hacían bromas de doble sentido pero ella estaba radiante en su vestido blanco y no los escuchaba. Con sus hermanas se había abrazado y fotografiado, todas juntas, con un fondo de diminutas, perezosas olas sucumbiendo en las arenas de la Magdalena.
Fue después del nacimiento de Victoria, cuando Jorgito iba a cumplir dos años. Había hecho esfuerzos por recordar en la última época. El había comenzado a hablar por teléfono diciendo que se demoraba en el consultorio, que tenía mucho trabajo. Después las ausencias se hicieron más largas y ella comprendía que a él le gustaban los coches y que participara en rallies pero cada vez se sentía más sola. Intentó que no se comprase la moto, pero él la convenció por el tráfico de Santander, por sus compañeros con los que se iba de excursión, por su libertad.
Sus amigas -"se creen que no me di cuenta, que soy una ingenua, pero me doy cuenta de todo"- a veces silenciaban las palabras cuando hablaban de Jorge. Ana María, la que más quería, aventuró alguna vez que no era normal que un hombre con mujer e hijos estuviese siempre fuera de casa, que no viajase nunca con ella, que no veranease con la familia.
Se vistió lentamente tratando de no despertar a Pierre. Se equivocaban porque en el verano a ella lo que más le gustaba era pasar el día en las arenas del Puntal con las amigas y encontrarse en el Sardinero para unas copas o en los conciertos de la Plaza Porticada. Era feliz así. ¿Cómo no comprendían eso?.
Se quedó un largo rato sentada en la butaca, mirando más allá del hombre que dormía. Hizo una frase: "deseaba manos y sexo con toda el alma, pero no de otro". Sonrió. La verdad es que lo había pasado muy bien. No era tan difícil. Tenía ganas de contarlo a sus hermanas, a todas sus amigas. "Me gustaría que él también me viese, a ver si piensa de una vez que me puede perder de verdad. Eso es lo que pasa, está muy seguro de mi. Pero se acabó, se acabó. Pierre ha sido muy cuidadoso y tierno conmigo".
Cuando notó que a su alrededor los silencios se hacían más densos supo de qué se trataba. Había descubierto en un bolsillo de chaqueta un papelito con un nombre y una dirección y averiguó pronto que Sara era una enfermera del hospital donde Jorge trabajaba. De ahí en adelante sospechó de todas las salidas, de todas las ausencias. Se destrozaba pensando y notaba que se hacía más bronca, más dispuesta a la desazón y la ira. Pero ante los amigos ella demostraba que no sabía nada, que era feliz. Defendía a Jorge cuando se le criticaba.
Las cosas se hundieron para ella tras aquella enfermedad. Jorge retornó al dormitorio matrimonial pero no volvió a tocarla. A veces se preguntaba qué pensaba él, cómo podía vivir tan normalmente, hablando de sus cosas como si nada. Ana María le había dicho que tomara el toro por los cuernos, que hablase con él, que se estaba deshaciendo.
No podía hacerlo. ¿Qué le iba a decir?. ¿Preguntarle si tenía amantes, si ya no la quería, si se iba a separar?. No se atrevía. ¿Y qué iba a hacer ella?. Todos los días esperaba y esperaba, no sabía bien qué. Que las cosas cambiasen, que él la mirase con ternura. "Yo no sé hacer nada, sólo ser ama de casa. Pero no es culpa mía. Yo he dado todo por esta familia, me ha sacrificado por todos ellos. Bien que les gusta tener siempre todo arreglado y listo".
Se sentó en la plazuela, frente a las piedras grises de la catedral. Varias niñas jugaban a la rayuela. Lo más doloroso era la soledad, "será mi nombre que me persigue", y ese dolor de querer hablar o gritar y no poder hacerlo. Cuando él aparecía ella le miraba de reojo para descubrir alguna sonrisa, algún gesto de acercamiento, preparándose para quererlo y volver a ser alguien juntos.
- ¿A qué hora estará la comida?.
Una noche se había atrevido y había hablado de que necesitaba trabajar, "hacer algo, ¿sabes?, los hijos han crecido, tienen sus cosas y yo necesito hacer algo...".
- Pero si a ti no te falta nada. Tienes una buena casa y puedes hacer lo que quieras.
Cuando Pierre depositó su sexo en el suyo se abrazó fuertemente a él. El hombre acariciaba su pelo, murmuraba palabras de amor, recorría sus mejillas con sus labios. Fue lento, fue sabio. "A mi no me falta nada, ¡si será gilipollas!, se burla de mi. El está cómodo, tiene una esclava y hace lo que quiere; él si que hace lo que quiere".
- Tengo miedo
-¿Miedo de qué?, reconvino Ana María. ¿Te sientes bien así, acaso?. Tienes que hacer tu propia vida. Busca un trabajo y comienza a independizarte.
Compró algunas cosas, regalos para Jorgito y Victoria, y volvió a la placita. Las niñas habían desaparecido y algunas viejas entraban en el templo, silenciosas.
Se instaló en el comercio de un amigo. Fue tomando confianza. Cobraba poco pero por lo menos no estaba en casa todo el día. Viajó a comprar "género", como decían. Pierre tenía una fábrica de ropa en Burdeos. No había ocurrido nada, nada, de verdad. Pero sintió que él la miraba con cariño.
Coqueteó, "qué bonito es volver a coquetear, las frases de doble sentido, escuchar piropos y halagos, sonreir sin pensar en otra cosa". Y esas noches en que no quería, no quería, pero sus manos bajaban y bajaban hasta hallar el placer sin ningún peso sobre ella, su cuerpo abrazado por la oscuridad.
- Me voy a separar, dijo angustiada, no podemos seguir así, yo no puedo seguir.
- Como quieras, pero yo no lo deseo. ¿Por qué te has empeñado en romper una familia?. Haz lo que quieras, de verdad, yo no voy a hacerte problemas.
Del otro lado del teléfono, Pierre. Bajaba a Barcelona a hacer unas compras. Pierre en el aeropuerto. La comida a la luz de unas velas en un restaurante italiano desde donde se veía el mar. Y el coqueteo, y la mano en la mano y los ojos inundados de sus ojos. Era joven todavía, todavía era bella, podía gustar a los hombres, podía ser querida, podía ser amada.
Cuando entró en la habitación Pierre miraba, desnudo aún, a través de la ventana. Se abrazó a él. "Amame, Pierre, dijo, necesito que me ames".
Ana María no podía creerlo.
- ¿Por qué volviste?.
- No lo sé, no lo sé. Esta vida es insoportable...
- ¿Y entonces?
Se quedó un rato sin responder, mirando las nubes densas, amenazantes, sobre la bahía, cómo el mar golpeaba con fuerza a un lejano pesquero.
- Tengo miedo de vivir sin ellos, sin él.
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