Andrés Ramírez
La chica vestida de Papá Noel bailaba sonriente anunciando la bebida que refresca mejor. La cancioncilla era pegajosa y la cantaba desde hacía semanas todo Buenos Aires. Andrés estaba repatingado en el sillón del director, la camisa abierta y cabeza y pecho cubiertos de sudor. El ventilador soplaba un aire cálido que mojaba aún más los cuerpos.
- A ésto habría que dedicarse, ¿eh?. La publicidad si que da guita, comentó Daniel
Andrés no contestó. Sabía, por lo menos intuía, que todos los caminos estaban cerrados. ¿Cuántos días llevaban allí?. ¿Diez?. ¿Quince?. No eran nada los días. Las noches con sus ruidos por las escaleras, los ronquidos desacompasados, de vez en cuando una puteada, un pedo y un diálogo corto, violento. No eran nada los días. Se podía mirar por las ventanas el tráfico de la calle, se podía salir al balcón y esperar la llegada de los muchachos.. Al principio tenía gracia. El camión celular con sus grandotes porra en mano y los compañeros que comenzaban a gritar y a cantar. Luego, la ocupación de la calle y los bocinazos hasta que los garrotes iniciaban su trabajo. Fue los primeros días, claro. Luego, las negociaciones. Y los muchachos que ya no salían a la calle. Se sentaban en el café de enfrente, en las mesas de la vereda, y miraban el edificio de seis pisos horas y horas.
- ¿Y tu novela cómo anda?
- No anda.
- No te amargués. Vas a ver como todo se va a solucionar.
Daniel volvió al televisor. El primer día había sido lo mejor. ¡Este calor, carajo, que te humedece las manos y debajo de los ojos!. Andrés se levantó y fue hasta el baño de la Dirección. Se sacó la camisa y abrió la ducha metiendo medio cuerpo arqueado en la bañadera. Sintió que el agua le corría por la espalda y le mojaba la cintura.
- ¿Qué están haciendo arriba?
- Otra asamblea. Se van a enojar con nosotros por no haber ido.
- Ya estoy harto de ésto.
- ¿Vas a abandonar?.
No respondió. Abrió el cajón del centro del escritorio. Algunas carpetas y papeles sueltos. "Personal", decía una de ellas. La abrió lentamente aunque ya sabía lo que encontraría. La había visto miles de veces desde que comenzó la ocupación. García, once mil pesos; Mercedes, quince mil; diez mil otros veinte apellidos, los cronistas. La volvió a su lugar y cerró el cajón de un golpe. Ni siquiera valía la pena hablar por teléfono. La última vez Graciela había llorado mucho y le había suplicado que dejase, que ya estaba bien. El había asegurado que no había peligro, que le habían dado licencia en el otro trabajo y que no había problemas. Ahora ella llamaba de vez en cuando. Estaba preocupada porque no aparecía nada en los diarios y temía que sucediese algo. Pero él estaba alli, sentado en la Dirección. Hacía días que estaba allí. Todos como encarcelados, pese a las salidas nocturnas que realizaban de vez en cuando. Claro que no pasaban de la plaza del Congreso y volvían rápidamente por temor a que la policía hubiese ocupado la puerta y no les dejase penetrar en el edificio.
Se sintieron pasos al otro lado de la puerta.
- ¿Qué carajo habrán decidido ahora?
Daniel seguía mirando televisión. Mercedes entró agitada por la carrera.
- ¡Uf, qué calor!. ¿Por qué no fueron arriba?
- ¿Qué han decidido?
La muchacha se dejó caer en uno de los sillones de cuero y resopló con fuerza. Tenía un escote que dejaba imaginar sus redondeces, húmedas por las gotitas de sudor. Un cuerpo perfecto. Se secó la transpiración con un pañuelito azul.
- Va a ir una delegación al Palacio Legislativo. Parece que algunos diputados están interesados en lo nuestro.
- ¿Y quiénes van a ir?
- No sé, pero creo que vos estás entre ellos, Andrés.
A mendigar, siempre a mendigar. Estaba buena Mercedes. Le habían dicho que era la mina del dibujante Artagaitia pero no le constaba. Tenía piernas un poco macetonas abajo pero podía pasar por lo que se llamaba una mina bárbara. No se quedaba nunca de noche, claro, pero venía todos los días y traía algunos sandwiches y postres riquísimos, helados. Había sido una buena compañera los últimos días.
- ¿Por qué me mirás así?
- ¿Cómo?
- Así, como pensando...
- Por eso
- Sos un asqueroso, vos que te las das de intelectual
Daniel miraba a uno y otro sin entender. Apagó el televisor y se acercó a la ventana. Tenía el pantalón acartonado por el sudor.
- Lo mejor será que nos vayamos de aquí, dijo. Vamos a tomar un poco de fresco a la terraza y de paso tocamos la sirena.
Andrés siguió a Daniel a través del enorme vestíbulo y la sala de conferencias hasta el ascensor de la calle Rivadavia. Había en todas las habitaciones olor a encierro y a tierra. Se detuvieron en el sexto piso y subieron por la escalera hasta la terraza. Los ladrillos estaban descoloridos. El sol se estaba poniendo tras la cúpula del Congreso y allá abajo, en Avenida de Mayo, cientos de autos se perseguían unos a otros.
- ¿Te gusta Merceditas, ¿eh?
- Les gusta a todos. Andá y tocá la sirena.
Daniel se dirigió hacia la torrecilla de hierro en tanto Andrés recogía de un cajón miles de papelitos impresos con las razones de la ocupación. Ya quedaban muy pocos y hacía tres días que el sindicato no les enviaba más. Daniel dio vueltas la manija y la sirena comenzó a vibrar, muy tenuemente al principio. Cuando el sonido se volvió más agudo y la gente de la calle comenzó a mirar hacia arriba, Andrés se asomó y lanzó varios puñados de papelitos. En la esquina se amontonaban los curiosos. Del camión celular bajó el oficial, miró arriba y se acercó al gran ventanal del edificio. Allí se detuvo haciendo bocina con las manos y llamando a alguien.
- Mirá qué bien se ha colocado. ¿Le tiramos un ladrillo?
Daniel no escuchaba. Transpiraba copiosamente mientras daba vueltas a la manija. Andrés tiró un puñado más de papelitos. El oficial hablaba con alguien en el ventanal. En el café de enfrente algunos compañeros se levantaron y aplaudieron mirando el edificio hasta que dos policías bajaron del vehículo y se acercaron a ellos. Volvieron a sentarse en silencio.
- Terminála ya.
- Un poco más, así no se olvidan los hijos de puta.
Por la puertita de la terraza aparecieron corriendo varios compañeros, Alfonso entre ellos.
- ¿Están locos, ustedes?. ¿No les hemos dicho que lo de la sirena se acabó?. ¿Qué quieren, terminar con las negociaciones?.
Negociaciones un carajo. Hay que darles con todo para obligarlos a abrir.
Pero Daniel soltó la manija y la sirena exhaló un quejido largo, lastimoso, postrero. Alfonso tomó a Andrés por el brazo.
- Vamos, vos y yo tenemos que hablar
Cuando entraron en la Dirección aún estaba allí Mercedes. con los ojos entrecerrados. Andrés creyó que Alfonso la iba a echar pero no lo hizo. Se sentó en el sillón del director y comenzó a hablar. Alfonso era el Secretario Gremial del Sindicato.
- Se están portando como pelotudos, Andrés. Este asunto es más delicado que la simple aventura. Cualquiera toma un diario o una fábrica. El problema es reabrirlo y para eso hay que negociar, tocar todas las puertas. Si vos y Daniel no están de acuerdo y van a seguir jodiendo, es mejor que se vayan. Decí: ¿qué van a hacer?
- Mirá Alfonso. Cuando iniciamos la ocupación éramos cuarenta y doscientos en la calle. Y además venían los del Sindicato a armar bronca. Ahora somos ocho aquí, diez enfrente que no se atreven a abrir la boca y han pasado como quince días. Si no hacemos algo, nos van a comer los piojos.
- Aún tenemos el edificio, ¿o te creés que no lo pueden desalojar cuando se les cante?. ¿O te creés que no lo han hecho por vos?. Aprendé de una buena vez: si no negociamos, nos echan a patadas. Y a otra cosa. Mañana por la mañana vamos a ir al Congreso y vos vas a venir con nosotros, ¿entendido?
- Entendido.
Había comenzado a sudar y no tenía ganas de protestar. Alfonso desapareció. Mercedes sonreía.
- Le han dado una lección al señorito, ¿eh?
Andrés se levantó y caminó hacia ella. Puso sus manos sobre los brazos del sillón, se inclinó sobre la muchacha y apretó su boca contra la de ella, dio media vuelta y volvió a sentarse. Mercedes no se movió.
- ¿Por qué hiciste eso?
- Porque me gusta. ¿A vos no?.
Las luces comenzaban a encenderse en la calle y el tráfico se había reducido. Arriba se escuchaban algunos ruidos. La mayoría de los compañeros estaban en el tercer piso, en la Redacción.. Sentados en las sillas giratorias hacían su rueda de mate y miraban televisión. Hacia quince días ya. El sabía que no encontraría otro trabajo y había decidido que había que irse de ese país de mierda. Le jodían los peronistas, los radicales, los Frondizi y casi todo. Había comenzado a trabajar en "El Criticón" para hacerse de unos mangos más y poder casarse. Pero "El Criticón" había cerrado una semana antes del altar. Les había agarrado un miedo cerval a los hijos de puta. Cuando se enteraron que cambiaba el gobierno, escribieron su último editorial y se largaron. El Director había desaparecido; el subdirector había desaparecido, el gerente había desaparecido.
La asamblea después, lastimosa, con las minas de Administración llorando y Mercedes al lado de Artagaita. No había podido mirarlos mucho porque él formaba parte de la Comisión y estaba en el estrado. Pero lo había aprendido muy bien en los cines y en los libros, que no hay mujer posible sin su macho ni amor sin su tragedia. Mercedes le tocó el hombro.
- ¿Vas a ir mañana al Congreso?
- Seguramente. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
Cayeron las primeras gotas levantando un vaho oloroso del asfalto. Siempre le habían gustado los días de lluvia. Tenía un buen piloto y un par de galochas. Cuando llovía, salían con Graciela a caminar por las barrancas del barrio y no comprendían porqué la gente huía de mojarse. Era -decía Graciela- el momento del amor. Y lo hacían en todas partes, como un homenaje al dios del agua. Después vinieron las mañanas en el café, unos iban y otros venían, y ellos siempre allí, esperando que el diario se abriese. Hubo una esperanza seis meses después, pero fue vana. Todos los días las mismas preguntas adónde vas, cómo te ha ido. A veces se demoraba en volver a casa para no escuchar los interrogantes. Cuando llovía no salían ya. Ella en la cama viendo televisión y él acodado a la ventana que daba al jardín de todos los departamentos, un pequeño cuadradito de césped que cuidaba la portera. Y habría querido ser santo, o héroe, o sabio pero cuando no tenía nada que hacer decía a Graciela que se iba a la editorial tal o al diario cual a buscar trabajo y se iba hasta Palermo. Leía el diario de cabo a rabo y observaba a los niños y a sus madres.
"Estoy embarazada", dijo, y se puso triste. ¿Por qué te ponés triste, mi amor?. "Porque vos lo estás". Un hijo es una cosa seria. Nunca había pensado en tener un hijo. Nunca había pensado en casarse. Nunca se piensa en nada, claro. Las cosas van sucediendo poco a poco, cuando se está acostumbrado para ellas.
Abandonó el sillón, cerró la persiana de hierro y tomó el ascensor de adelante. Las luces de la Redacción estaban encendidas. Daniel cebaba mate mientras Hugo y Sergio compartían los trebejos.
- ¿Se fueron todos ya?
- Si
- Nos vamos quedando solos, ¿eh?
-Ya volverán. Y espero que cuando esto termine a nosotros nos aumenten el sueldo.
Fue hasta la heladera y sacó un pedazo de jamón. Luego se lavó bien, se sacó los pantalones y los zapatos y quedó en calzoncillos. Se puso frente al ventilador.
- Te vas a morir con la corriente de aire.
- Me voy a morir sin la corriente de aire.
- Andá al carajo.
Al principio era una cuestión de valentía, de aceptar el desafío. Luego, cuando los garrotes comenzaron a funcionar y Graciela lo leyó en la prensa, se hizo quizás amor propio. Y luego inercia. Ahí estaba, comprometido en algo que realmente no necesitaba sin saber bien para qué. Había comenzado a adivinarlo cuando los muchachos comenzaron a faltar, cuando cada día eran menos. Había comenzado a sospechar cuando Uvas, el dirigente gráfico, dijo que no había nada que hacer y que las cosas se arreglarían en otro lugar, no en el diario ocupado. Tuvo la certeza de que nada se solucionaría cuando descubrió que el propio Alfonso aparecía una sóla vez al día, una hora, quizás dos, para prohibir la sirena y el escándalo. Aquello se estaba muriendo y, no sabía bien porqué, no quería que se muriese.
Fue a sentarse al que había sido su escritorio. Se abría la tapa y aparecía la Olivetti, ahora cubierta de polvo. Pasó un trapo por la máquina y sopló las letras de plomo. Puso un papel y escribió: "Todos los gatos, por la noche, son pardos, el Avemaría es corto pero doloroso arriba de un avión y mi tía solterona no encontró ningún muchacho debajo de la cama". No tenía sentido. Se levantó y fue hasta la ventana. Seguía lloviendo y había muy poca gente en las veredas. Sólamente los pequeños grupitos que esperaban los ómnibus. Frente al diario, el camión de la policía. Debían estar podridos los pobres canas.
Se vistió nuevamente e invitó a salir a Daniel. Sergio debió acompañarlos hasta la planta baja para cerrar el candado a sus espaldas. En el café tomaba su cerveza el oficial Gómez.
- ¿Cuándo se van a dejar de joder, muchachos?. Ya estamos todos muy cansados. Hay un gobierno constitucional y pueden solucionar sus problemas de otra manera.
- No hay manera, dijo Andrés, ni con este gobierno ni con otro. Nadie quiere hacerse cargo de una deuda y menos con un conflicto duro como éste.
- Por lo menos, no toquen más la sirena. Un día nos van a decir que entremos y los vamos a lastimar.
- Pierda cuidado, oficial. Aquí nadie lastima a nadie. Cuando usted pueda entrar sólo va a encontrar ratones.
La lluvia había cesado. Andrés y Daniel caminaron hasta el Congreso, brillante de agua, y regresaron por avenida de Mayo. Tiraron varias piedras a las ventanas hasta que bajaron a abrirles.
- ¿Dónde vas a dormir hoy?
- Con los muchachos. En el tercero.
- Andá, nomás, yo me quedo aquí.
Le deprimía el tercero, con sus tarros de pintura, las sábanas rotas para hacer cartelones, las maderas esparcidas por todos lados y los restos de comida. Se quedó dormido en el sofá de cuero.
........ooooooo..........
Hoy es treinta, pensó cuando Sergio lo movía para terminar de despertarlo. Casi fin de año ya. Fue malo el anterior, siempre son malos los anteriores hasta que pasan los años y todo se olvida para que parezcan buenos. También la comida con los amigos, con sus chistes viejos y las migas de pan volando sobre la mesa. El ómnibus y a casa. Habría que dormir la siesta hoy, decía Graciela, para quedarnos levantados hasta tarde. Graciela siempre esperaba algo distinto, algo que la hiciera salir de la rutina. Pero no pasaba nada. Ella también lo sabía pero se aferraba a la débil posibilidad. ¿Qué podía pasar?. Pero Graciela esperaba. Esta noche algo tiene que ocurrir, tiene que suceder algo. Y suegra y suegro con los rostros cansados sonrientes preparando la mesa con fiambres y pollo y ensaladas de todo tipo. Algo tiene que ocurrir. Graciela hablaba con sus hermanos, hablaba y hablaba y reía. Algo estaba sucediendo pero era sólo dentro de ella. Admiraba su facilidad para alegrarse con cualquier cosa, para formar a su alrededor un círculo de alegría hablando sin decir nada. Algo tenía que ocurrir y el año pasado había ocurrido porque Andrés estaba de buen ánimo con el nuevo trabajo y quería comunicárselo, darle algo para contar a sus amigas. Cuando todos se abrazaron y besaron envueltos por la sirena del televisor, se la llevó arriba y la abrazó para no soltarla. Graciela decía que no, que aquí y ahora no, que no, pero dejaba hacer a sus manos hasta que cayó la bombacha y la mantuvo apretada mientras se mecían violentamente contra la pared del pasillo. Luego bajaron y ella estaba radiante porque algo había ocurrido y Andrés la quería en el nuevo año que se alumbraba para bien.
Se lavó la cara y salió al vestíbulo donde le esperaban los muchachos.
- ¿Con qué bloques vamos a hablar?
- Con todos menos con el oficialista, respondió Alfonso. Vos sos amigo de los democristianos así que te dejamos esa misión.
Andrés golpeó la puerta y le hicieron pasar a una salita adornada con carteles partidarios donde dos oficinistas escribían a velocidad supersónica. Una flecha roja sobre campo azul. El escudo de armas. Una declaración de principios.
- Pase, amigo, pase. ¿Qué lo trae por aquí?
Había conocido al diputado Del Vecchio hacía alrededor de diez años cuando el partido prácticamente comenzaba y él visitaba las casas de Vicente López para hacer prosélitos. Estaba más calvo y su nariz aparecía exageradamente enorme sobre sus mofletes.
- Venía por lo de "El Criticón", Del Vecchio. Usted sabrá que lo tenemos ocupado desde hace dos semanas y deseamos el apoyo de los bloques parlamentarios para resolver el problema.
- ¿Están bien?. ¿Les falta algo?. Díganlo que nosotros podemos ayudarlos...
- No se trata de eso, diputado. Nosotros queremos desocuparlo, pero que nos aseguren que el diario va a reabrir. Hay quinientas personas sin trabajo...
- Sí, sí, lo sé. La cosa es grave. Claro, ustedes comprenderán que nosotros podemos hacer poco.
- Ustedes pueden denunciar y presionar
- Con este gobierno ni eso vale. Ya ve usted que no hace nada. Pero, por supuesto, algo vamos a hacer. No podemos permitir que se frustre una fuente de trabajo tan importante.
- Pueden subsidiar nuestra lucha
- Ah, no, eso si que no. Nuestro partido se ha opuesto siempre a los subsidios. No podemos sentar precedente. De esa forma, cualquier trabajador con problemas pediría subsidio.
- ¿Qué va hacer entonces, diputado?
- Vamos a ver, vamos a ver. Quedó un rato pensativo. Por ahora vamos a denunciar la situación en la Cámara. Usted sabe que no sólo es "El Criticón", hay otras empresas muy importantes cerradas. Es un problema mayor del que ustedes creen.
Andrés se levantó con violencia
- A nosotros nos interesa nuestro problema, diputado.
- No se ponga así, muchacho, que todo se va a solucionar. Fíjese que si la denuncia tiene éxito podemos lograr que se acepte el cese de tareas, el lockout patronal, como un despido. Al menos, podriamos lograr que se pagase indemnización a todos.
- Queremos el trabajo, diputado. Muchas gracias.
Salió dando un portazo. ¡Estos hijos de puta!. Total, ¿qué les importa indemnizar si no pagan ellos?.
- ¿Todo bien?, preguntó Alfonso.
- Todo bien. Estamos en el país de los cabrones.
Alfonso se mostró optimista. También el bloque socialista había dicho que se ocuparía del asunto. El problema era que la Cámara entraba en su mes de receso, de modo que habría que esperar.
- ¿Esperar qué?, preguntó Andrés.
- No seas burro. Esto nos obliga a replantear las cosas. No creo, en principio, que la ocupación sea necesaria. No vamos a quedarnos esperando otro mes. Claro que iriamos todos los días a ver para que no entrase la policía.
- Yo me quedo.
Caminaban la avenida lentamente. Las once y media. El tiempo pasaba con rapidez. Subieron a la Dirección y vieron el carro policial con dos canas bostezando.
- Y Mercedes, ¿donde se metió?
- Si seguís franeleándola no va a aparecer más.
Alfonso sonreía suavemente. Había terminado la batalla para él. Lo dijo después en la minúscula asamblea del tercer piso. Se había luchado, se había hecho escándalo, se había negociado. Sólo restaba esperar y no era necesario hacerlo en el diario. Hay que ponerlo a votación. Cuatro dijeron que se iban. Los otros tres miraron a Andrés.
- Yo me quedo aquí.
- ¿Para qué carajo te vas a quedar, imbécil?, gritó Alfonso. ¿Nos querés meter en un lío peor aún?. ¿Sabés lo que va a pasar?. Que nadie les va a dar bola. Se van a quedar para que los coman las ratas. Ya hicimos bastante, ¿no?. ¿Qué querés ahora?
- Quiero luchar, Alfonso, y no importa si lo entendés. Vale la pena luchar y vos proponés abandonar.
- Ah, claro. El señorito quiere ser un héroe, el soldado desconocido...
- No quiero ser un carajo, pero no quiero que me pisoteen y putear y que me sigan pisoteando y putear más despacio y que me pisoteen y abandonar la lucha.
- No hay condiciones, ¿no lo comprendés?. Algún día se podrá hacer algo.
- Pues yo lo hago ahora. Andá, andáte a decirle al Partido que cumpliste.
- No ofendás porque te cago a patadas.
- Siempre hablando de las condiciones, de algún día, de que las circunstancias. Vos ni siquiera comprendés Vietnam. Ni siquiera comprendés que haya gente que prefiere luchar a comer.
- Andá a la mierda. Yo me voy.
Alfonso desapareció con sus seguidores. Ahora comprendía bien. Era el sistema, claro. Pero Alfonso estaba en él, formaba parte de él. Las condiciones. ¿Y cómo mierda iban a darse las condiciones si todos se rajaban a la hora de poner los huevos sobre la mesa?. Habían hecho el ridículo. Habían malgastado quince días de calor por nada. La ocupación terminaba. Pero no para él, no para él. Se iban a acordar, carajo. Diputaditos de mierda. Mierdas a él. Se iban a acordar, claro que se iban a acordar.
- ¿Qué vas a hacer ahora, Andrés?, preguntó Daniel.
- Ya pensaremos algo. Vamos a comer
Almorzaron en el restaurante de la esquina y regresaron al diario rápidamente. ¿Qué hacer ahora?. Hugo y Carlos iniciaron su milésima partida de ajedrez en el tercer piso. Sabía lo que haría Daniel. El televisor de la Dirección ya estaba encendido cuando Andrés bajo al primero. Fue hasta el subsuelo y se paseó por los puentecillos de la rotativa. Mugre por todos lados. Aún quedaban algunas bobinas en el depósito pero sin gráficos no se podía imprimir nada. Publicidad en planta baja. Abrió algunos cajones. Ordenes de anuncios. Un sandwich con el pan verdoso. Por la ventana se veía el carromato policial. Por un momento pensó que no había nadie en él, que lo habían dejado en la calle para asustarlos pero que ningún cana descendería si tocaba nuevamente la sirena. Las tres de la tarde. Graciela estaría durmiendo la siesta. Le molestaban los ventiladores para dormir y siempre peleaban por eso en verano. Al final, él acomodaba el aparato en su velocidad mínima apuntando contra la pared de su lado. No le calmaba. Cuando tenía fresco el pecho, sentía correr las gotas de sudor por la espalda.
Subió hasta el salón de conferencias y se sentó en una de las butacas. Allí había comenzado todo. No cabían en la sala y era difícil imponer orden en la algarabía. Hubo que calmar a algunos que ya hablaban de incendiar el edificio y marchar sobre la casa de gobierno. Y las minas aquellas feas de la Administración llorando. Al final se había decidido la ocupación. Veinte, nada más, para que no se armase mucho lío. Las mujeres se ocuparían por turno de llevar comida y lo que hiciese falta. Los otros hombres, a calentar la calle. Cerró los ojos y pensó que se dormía.
¿Qué hacer ahora?. El no era lider de nada y Daniel y los otros dos se habían quedado por él. Tenían ganas de irse. ¡Y él también, qué joder!. Sintió una agradable sensación de poder cuando se dio cuenta que seis pisos dependían de él, que parecía el comandante de una nave. A la deriva, claro. Al fin y al cabo era lo mismo estar ahí sentado que hacer antesalas en las redacciones pidiendo trabajo. ¡Qué puto oficio, Dios!. Dios debe quedar en cualquier parte menos aquí. Podía hablar a Graciela y arreglar para irse a casa. Ella estaría contenta. Ya no podían hacer el amor. Lo habían intentado la última vez hacía casi un mes. Con ella arriba. Pero la panza había crecido demasiado. Diez kilos, decía ella, ya no puedo engordar más. Y otra vez se había tenido que arquear dificultosamente y sostenerse en las manos para poder penetrar. Pero le gustaban las mujeres embarazadas. Era un misterio verlas tan tersas, tan sonrientes con esas sonrisas tenues, más de ojos que de boca, como si el mundo estuviera comenzando con ellas.
No podía ser; allí se quedaría hasta el final. Pero no sabía si había final porque tarde o temprano debía volver a casa.¡Ni una pizca de heroismo y dignidad, carajo!. Por lo menos que alguien lo señalase por haber hecho algo decente.
- He descubierto un lugar mejor que éste. Con aire acondicionado.
Mercedes estaba a su lado y él no se había percatado.
- ¿Y vos que hacés aquí?
- Estamos en la ocupación, ¿no?. Vení, te voy a mostrar.
La siguió hasta el ascensor. En el cuarto piso estaban las oficinas de Administración. Mercedes sacó una llave del bolsillo y abrió una puerta. Colocó la llave por el lado de adentro.
- Fijáte un poco.
Cruzó la habitación y abrió la puerta que daba a la oficina del Jefe de Personal. Un aire helado se le coló por todos los poros. Andrés avanzó hasta el despacho y se tendió en el sofá..
- ¿Y me querés decir que no nos hemos dado cuenta de ésto en quince días?
- No sólo eso. Cuando se me ocurrió entrar hace un rato el aire estaba funcionando. Debe haber estado así los quince días de la ocupación.
¿No lo ves? Si hasta para estas cosas somos imbéciles. Se tiró en el sofá y cerró los ojos. ¡Qué boludos, pero qué boludos!. Ahora si se estaba bien. Ahora podía seguir dos meses más, hasta que le creciesen las telarañas. Abrió los ojos y vió a Mercedes, que se le había quedado mirando.
- Vení, Merceditas.
- ¿Qué querés?
- Vení.
Ella se acercó despacio. Cuando la tuvo a mano, sin levantarse, Andrés acarició su pantorrilla. Comenzó a subir la mano sin dejar de mirarla. Cuando llegó a las rodillas la miró
Mercedes se agachó sobre él y le besó en la boca. Entonces él siguió hasta los últimos misterios de la muchacha y rodaron por el suelo alfombrado en una batalla de gemidos y salivas como si en ello les fuese la vida.
- ¿Y Artagaita?
- No estoy casada con él. ¿Y Graciela?
- Se ha casado con su hijo.
- Y el tuyo. ¿Te das cuenta?. Casi un año trabajando juntos para caer en ésto justo cuando se acaba todo.
- No seas dramática. Vos y yo no nos acabamos.
- Quizás no nos veamos más
- Seguís con el drama, Merceditas. Aunque no nos viésemos, ha valido la pena.
- ¿Lo decís por mi?
- Lo digo por todo. Cuando se hable de ésto dirán los nombres de los valientes y estaremos nosotros.
- Y dirán los nombres de los idiotas y también estaremos nosotros. Pronto se olvidará, vas a ver. Todo se olvida.
- Nosotros no lo olvidaremos
- Claro que no, pero será por lo de ahora mismo no por la ocupación.
- Besáme, estás muy filosófica.
Mercedes le besó y siguieron en sus juegos por unos momentos que les parecieron horas. Hasta que sintieron frío, un frío intenso que les atravesaba tras haberse desembarazado del calor de sus cuerpos. El cielo comenzaba a teñirse de gris. Miró por la ventana y vio el carro policial.
- Si supiesen esos qué estaban haciendo los ocupantes, sonrió
Bajaron a la Dirección, donde Daniel continuaba con los ojos fijos en el televisor.
- ¿Qué vamos a hacer, Andrés?. Yo quiero pasar el fin de año con la familia.
- Yo también, pero falta mucho para eso.
- Es mañana.
- Te digo que falta mucho. Si querés irte, andáte. Yo me quedo.
Las luces se encendieron en la calle. Una vez más, la décimosexta vez. Mercedes tenía los ojos brillantes. Los dos sabían que la cosa no duraría pero había sido muy bonito, una aventura muy bonita. El calor y la humedad que se pegaba a los cuerpos, quizás. O la situación, eso de sentirse solos en el enorme edificio vacío e inútil. Hablaría a Graciela para decirle que todo había terminado, que estaba solo con Mercedes -no, con Mercedes, no- y que no había nada que hacer. Ya sabía su respuesta: vos resististe hasta el final, hiciste bien las cosas, nadie te va a echar nada en cara. Mercedes se había acercado al ventanal. ¿Y ahora qué?. Había sido la primera vez, la primera infidelidad.
- Me voy, Andrés.
- ¿No te quedás conmigo?
- Ya estamos todos hartos, ¿no?. Tenemos que pensarlo.
-¿Venís mañana?
Ya se había ido. Se quedó un rato mirando pasar los automóviles y ómnibus. El oficial Gómez tomaba su gaseosa acodado al mostrador del bar. Subió al tercero. Hugo, Carlos, Daniel. Interrumpieron la conversación cuando le vieron aparecer. El sabía de qué hablaban. Y él sabía lo
que pasaría luego. Una noche más, salir a comer, ajedrez y sueño. Pero mañana no. Mañana, cuando el sol apretase, comenzaría a estar solo totalmente. No podía culparlos. Al fin y al cabo, era una tontería, una real tontería.
.........ooooooooo........
Despertó tarde, casi a mediodía. Los chorros de agua de las canillas de la bañadera de la Dirección caían pesadamente sobre su cuerpo desnudo. Se sintió más liviano cuando el agua comenzó a cubrirle las piernas. ¿Vendría Mercedes?. El agua iba subiendo por los rollos de la barriga. Flexionó las rodillas y se hundió hasta el cuello. Las yemas de los dedos comenzaban a arrugarse. Se hundió aún más apretándose la nariz con los dedos y, con la cabeza bajo el agua, abrió los ojos. El techo tenía manchas oscuras que bailaban y comenzaban a oxidarse las canillas de la ducha.
Salió de la bañadera y anduvo desnudo por la Dirección, los pies hundiéndose en la alfombra rojiza. En el tercero aún había en el cenicero un pucho del que salía humo. "Todos los gatos, por la noche, son pardos...". Marcó el número de su casa. Esto se acaba. Zumbido. Silencio. Zumbido. Silencio. Zum...
- ¡Hola! ¿Quién habla?.
La voz de Graciela. Se quedó escuchando su respiración.
- ¡Hola! ¡Hola!. Conteste. ¿Quién habla?
Colgó. Recorrió los bordes del escritorio y un polvo negro, de días, se le quedó en las yemas. ¡Hijos de puta!, ¡País de mierda!. Bajó a la Dirección, colocó un sillón frente al gran ventanal y se sentó a mirar la calle. Ni un alma. Allí seguía el camión azul. A través del agujero de una de las ventanitas se veía el reflejo de un fusil lanzagases. ¿Vendrá Mercedes hoy?. Mercedes, quince mil pesos, que nunca más, como ninguno. Bolivia 2750, 611-5545. Marcó.
- ¡Hola!. ¿Quién habla?
- ¿Me puede dar con Mercedes, por favor?
- Un momentito, por favor.
Se alegró de que estuviese en casa. La voz de ella
- Quien es?
- Soy yo, Andrés.
- ¿Desde dónde hablás?. ¿Desde tu casa?
- No, desde el diario.
- Ahhh!
Un silencio corto
- ¿Qué querés?
- ¿Vas a venir hoy?
Otro silencio, ahora más largo.
- Mirá, tengo que ir al centro a hacer unas compras; no sé si voy a tener tiempo. ¿Vos querés que vaya?
- Creo que si. ¿Vas a venir?
- No sé. A lo mejor.
Está demorando el final. Quisiera quedarse tirado allí eternamente, en una eternidad que fuese siempre la de ese mismo día sin pasar, sin llegar al siguiente. A las cuatro comenzaron a abrir algunos comercios y los paseantes salían de ellos cargados de paquetes. El oficial Gómez se había sentado en una de las mesas de la vereda, bajo el toldo metálico. El miraba fijamente todos sus gestos, su mirada enroscándose en las muchachas que pasaban a su lado. Gómez también le vio. Durante cinco, diez minutos estuvieron así, mirándose casi sin pestañear. Finalmente, el oficial levantó su vaso, brindó con él a la distancia de la calle y se lo mandó de un trago. La camisa estaba empapada y se la quitó. Puso el ventilador.
A las seis las nubes negras del sur habían cubierto la ciudad y comenzaba a soplar una brisa fresca. El oficial Gómez llamó a sus hombres y les mandó subir al celular. Antes de ascender a él, miró hacia donde estaba Andrés, levantó su brazo derecho en un saludo y lo dejó caer con violencia sobre el codo del izquierdo, que se dobló aparatosamente. Después se fueron.
Ni siquiera ellos. Ni siquiera ellos. Fue hasta el sexto piso y comenzó a encender todas las luces hacia abajo, hasta las del depósito de papel y la rotativa.. El edificio quedó iluminado "a giorno". Luego volvió a su puesto de observación. Desde la calle su figura se recortaba rodeada de luces. Las nueve ya. ¡¡¡Riiiing!!!
- Hola
- ¿Todavía estás ahí?. ¿No te pensás ir a tu casa?
- Todavía estoy aquí
Colgó. Era Mercedes con una voz distinta, más dura. No lo había creido. Tampoco ella lo había creido.. ¿Es que nadie creía en nada?. ¡Y una mierda, él no se entregaría!. Los actos gratuitos. Y ayer en la alfombra todo era distinto cuando la besaba y se miraban arrobados. No comenzaba nada, claro. La cosa se terminaba. ¿Por qué lo había hecho?, Y Graciela esperándolo. Siempre había alguien esperando a alguien. A veces se encontraban, claro, en la cama o en las miradas. Para despedirse siempre de todo y abrazarse para despedirse y hacer el amor para despedirse y decirse te quiero despidiéndose. Y Mercedes allá arriba, mostrándole el aire acondicionado para hacer el amor porque también se estaba despidiendo y era definitivo y único sin amor, los cuerpos sólamente, como desperezarse o rascarse con furia para sufrir hasta que el placer acabase.
Las once y media ya. Dentro de media hora el año nuevo. Dentro de media hora, no. Se acordarían de él, se decía mientras subía peldaño tras peldaño hasta la terraza. Comenzaban a caer las primeras gotas y la gente sentada en el living con sus sonrisas idiotas de año nuevo porque mañana será distinto y saldrá el sol para lo mismo. Se acordarían de él, dijo, y tomó con fuerza la manija y comenzó a dar vueltas y vueltas. Y el quejido se hizo sonido agudo, vibrante, poderoso, estridente, tres, cuatro, cinco minutos, ya le dolían los brazos. Y la soltó y bajó rápidamente las escaleras y salió a la calle empapándose aún más pero sabiendo que doscientas mil, trescientas mil personas habían festejado el fin de año antes de tiempo. En el boliche de la esquina algunos cantaban y gritaban el año nuevo.
Andrés tomó un taxi a su casa.
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