viernes, 19 de diciembre de 2008

palabras

Palabras

Hay que empezar a hablar a los cincuenta ¿para qué antes?
cuando sabemos casi todo lo que hay que saber
y puede decirse en tres palabras: te quiero mujer
te quiero hijo te quiero amigo amiga sin tiempo ya, digo yo,
para dejar de quererte.
Te quiero, digo te quiero, no tengo más que decir.
Empezó a hablar y conoció: mesa, comida, papá, mamá,
esto es un dolor, esto una risa, esto es un hambre, un juguete,
un calor, un miedo, esto es un beso...
le gusta que sea un beso.
Tu hermano es ese niño que vive contigo y te pelea y
tu familia esa señora que te sonrie, te sonríe y te ensucia
la cara con labios colorados.
Eso es un deseo, niño, cuando quieres estar con tus amigos
o quieres ir al baño o ese juguete que no es tuyo
que no es tuyo, aprende niño
que las cosas tienen dueño, tienen dueño pero a ti no te adueñan.
Ya supo las palabras, aprendió lo que aprendió,
le cuesta decir te quiero que es de niños y
no debe llorar cuando lo miran,
qué ganas de llorar, Señor, y de decir te quiero.
Sigue aprendiendo las palabras del justo y del colegio,
del mercader, del labrador, la hipotenusa, el profesor,
del vago, del amigo, del estudioso, los golfos y los cabos,
del mentiroso, de la historia, del valiente,
del humilde, del prepotente, del tímido, del soberbio,
de las altas montañas, del cine, del océano,
del poderoso, del sumiso, del cobarde
ya sabe las palabras que hay que saber y puede
convertirse en un hombre interesante, en un hombre
agresivo, encantador, ineducado, en un hombre
culto, en un hombre engañador que envuelve
sus miradas en palabras y palabras y palabras
como si todo fuesen las palabras.
Allí estaban los fariseos ejemplares recitando sus palabras
de cómo vivir mejor de cómo pensar mejor de cómo
trabajar mejor para ser mejores como ellos son
y allí se amontonaban los que trabajan y soñaban
y trabajaban y soñaban día a día esperando siempre algo mejor
con miedo a arrebatarlo, con temor a si mismos,
con vergüenza de ser pobres y sin palabras para explicarlo.
Allí estaban los políticos y los periodistas
llenando de palabras y palabras la televisión y los papeles
rodeando y explicando con palabras muy absurdas la vida
que pasea su llanto de triunfos y derrotas por todas las veredas
de todas las ciudades del mundo.
Palabras, bah...bah...bah y más palabras hasta que un día
-no importa si si hubo luz o era tarde y había nubes y llovía-
su rostro quedó mudo, sin palabras, creedlo, sin palabras
ante otro rostro, digo, dos rostros sin saber
porqué y para qué se miraban
“Señor”, pensó, lo pensó si Dios existe, la duda existe
y ese rostro existe y ese momento existe debe ser
porque se han muerto las palabras.
Te quiero, mujer, dijo y dijo y dijo y repitió que la quería
y ella dijo que sí de modo que repitió te quiero y pudo volver a llorar
sin hablar, sin las palabras.
Mano sobre la mano, digo que las manos apresan, que
no quieren soltar la mano cuando la tienen en la mano,
que no quiere respirar el pecho cuando está entre los pechos
y el relámpago hijo que nunca supo cuándo, quizás en una madrugada
o en una tarde gris o en pleno mediodía de soles y sudores
pero hubo un relámpago, digo, como un golpe como un
parpadear como un tajo como un río como un cielo
como un profundo abismo, digo, de sueños y dolores.
El mundo ya estaba repleto de palabras pero el hijo aprendía
mesa, comida, papá, mamá
otra vez otra vida otra vez las palabras
los hombres ejemplares enseñando el sentido de la historia
lo que está bien y lo que está mal
por las radios y los televisores hablan sin parar
predican en las plazas de la política y en las tertulias
muestran sus saberes cepillan sus nombres y apellidos
mientras el niño aprende las palabras del justo y del colegio
de los ladrones y poderosos de los humildes
y los soberbios.
Ya aprenderá el niño ya aprenderá cuando sepa
lo que hay que saber:
te quiero amigo amiga te quiero hijo te quiero mujer.

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