martes, 16 de diciembre de 2008

susana masciotti

Susana Masciotti

Había llegado el día en que los pájaros huyeron. Sólamente andrajos, alpargatas flecos de esparto, pollera descolorida y blusa de años, ya saben cómo son estas cosas en aquella zona, y una mirada que no sabía cómo mirar, acostumbrada al sol y a la arena del río seco, pero firme porque sólo mira fijo el que no teme. Sus andrajos eran suficientes para su cabaña de madera y cartón, sus cinco cabras y el queso que vendía en el boliche del gringo. Todo era como se había imaginado cuando en Buenos Aires se decidió el apostolado.
Al principio era una más, el catecismo, el teatro de títeres, buscar agua en el pozo que la había recogido durante los meses de invierno. Era una más frente al agujero en la montaña, con el horno siempre encendido porque la cal era esperada todos los viernes en San Luis para comercializarla y que el dueño de la montaña pudiera disfrutar de las chicas semidesnudas de los escenarios de Buenos Aires. La misión éramos siete, con Graciela que manejaba los títeres, el cura Roberto que manejaba la hostia y los cálices, el médico David que manejaba las muestras gratis "su venta está penada por la ley" y los otros cuatro que fútbol con los chicos desharrapados, evangelios y largas sesiones mate en mano para convencer que la Biblia verdadera era la católica y no la protestante del tío Juan, en la que todos los de la sierra leían sus versículos preferidos, los de la mujer de Putifar y el ombligo de la Sulamita. Ellos querían la del tío Juan, miraban con desconfianza y sorpresa y asistían a los ritos misioneros por curiosidad. No importaba cuando llegamos porque todos éramos jóvenes y simpáticos y hablar de Dios era tan fácil como andar a caballo cerca de los despeñaderos sin nunca caer, jinetes en el aburrimiento de la ciudad, convencidos de la teología y casi de la democracia.
Una mañana los pájaros habían desaparecido del aire rumbo a Mendoza. El lugareño triste dijo que se venía la tormenta y el capataz que lo mismo se trabajaría porque los hornos seguían calientes y los camiones cargarían el viernes, como todos los viernes, para luego a la lejana San Luis a embolsar y vender.
Los niños miraban al cielo sin tener en cuenta a la Santísima Trinidad y nosotros nos dimos cuenta que la tierra era más gris sin las sombras de los pájaros y más seca la arena del río seco.
A mediodia se había terminado el apostolado matutino y David abandonaba las medicinas y el estetoscopio. Ella apareció por el recodo de la montaña, caminando lentamente, con sus quesos a la espalda, la mirada mirando, y no había poesía porque los pájaros se habían ido y los niños la observaban sin comprender ni la montaña ni el silencio.
Llegó hasta nosotros, depositó su carga en el suelo y siguió mirando, esperando quizás las palabras que su cabaña de sarmientos no conocía y entonces el apostolado se escondió entre las ascuas del asado porque molestaba la carne muerta con aquellos ojos blanquísimos mirándola y la arena era más amarilla, como metálica, que seca. No importaba porque los quesos estaban sobre la arpillera en el suelo y nosotros nos reflejábamos en sus ojos.
- ¿Cuánto valen?
Eran las palabras clave y las únicas porque los mercaderes del templo no conocían lo que pasaba al aire libre, bajo el sol sin pájaros. Fueron treinta pesos que ella no dijo porque nos seguía mirando, y eran muchos pesos hace diez años que irían a parar al bolichero gringo que vendía camisetas sin mangas a veinticinco y paquetes de yerba a cuarenta.
Graciela había recogido los quesos y los había colocado al lado de las hostias y el padre Roberto preguntó su nombre pero no quiso decirlo porque tenía ojos verdes y vivía a dos kilómetros de la misión, cerca de la tierra y del horno pero fuera de ellos. La luz eléctrica sólo había llegado a la casa de los misioneros y no más allá, donde la civilización era sólo una caja de fósforos para hervir la leche que luego queso y para calentarse en las noches del desierto de la sierra, apenas piedra sin árboles y sin palabras. El capataz la miraba y no la quería porque molestaba a quienes habíamos ido de Buenos Aires, pero ella no molestaba porque había recogido su arpillera y se había ido bordeando la montaña.
Aquel día se había comido sin hambre y los niños se dieron cuenta de lo que sucedía porque el más rubio de ellos preguntó qué pasaba con Susana y cuando le dijimos que no pasaba nada, que a las cuatro de la tarde, luego del café con leche, comenzaba el catecismo para después el fútbol, se fue también por la orilla de la montaña gritando que nos habíamos enamorado de ella. Y el padre Roberto no dijo nada pero pensó que sus apóstoles temblaban de sorpresa y que la sorpresa, en los días sin pájaros, podía arrasar con las mejores intenciones. Susana era rubia con el pelo lacio, piernas fuertes y largas y cuerpo casi llama ignorante de las manos y las palabras. La muchacha era sola, las elecciones se hacían muy lejos de su cabaña y Boca Juniors sólo pasaba alguna vez en un avión muy alto que no comprendía.
Por la noche el padre venía al lado del fuego, luego de los títeres y antes del sueño de los niños, y jugábamos truco hablando de Buenos Aires, de su Colón y su Lavalle con los cines uno detrás de otro. Y no se había perdonado aún a los criminales pero hablábamos de que seguramente los radicales ganarían las elecciones porque nadie sabía bien qué hacer de su vida y era mejor no cambiar el caballo del comisario. Los jeans estaban ásperos de tanta tierra y en el llano, a varios centenares de metros, relumbraban los faroles de querosén de las casas de barro y algún caballo acompañaba con su relincho el coro de ladridos. Pero Susana parecía mirarnos con sus ojos verdes que sólo miraban y el queso era delicioso, de cabra flaca y sedienta seguramente, con gusto a río seco y a boliche de gringo con su levadura antigua a más de veinte pesos los cien gramos. Dormimos mal porque las mantas se agitaban con los pensamientos y las imágenes de los harapos y del pelo rubio sobre los ojos del día sin pájaros.
Al día siguiente nos levantamos casi al alba pero los pájaros no habían vuelto y los niños ya esperaban con gritos y la boca abierta para el desayuno. A las diez las mujeres y los hombres abandonaban por turno la calera y llegaban a ver a David que los examinaba, los auscultaba y les daba como miedo el aparato frío en el pecho y les daba medicinas que no les servirían porque la cal salía de los agujeros de la montaña en un polvo que no dejaba respirar ni con el aire fresco de la noche. A caballo fuimos tres hasta el poblado vecino pero allí no nos querían porque algunos de ellos habían ido alguna vez a San Luis con sus alpargatas blancas de cal y hombres como nosotros no les habían dejado caminar por la plaza principal a las ocho de la tarde del verano, cuando el sol desaparece hacia Chile y los muchachos dan vuelta a la plaza hacia la izquierda y las muchachas hacia la derecha hasta que años más tarde se casan y van a veranear al Trapiche, agua entre las piedras y árboles frescos para los dueños de las caleras, de los viñedos raquíticos y de las vacas huesudas del sur de la provincia.
El padre Roberto dio la Extremaunción a la viejita de sesenta y cinco años porque hacía quince que no iba un cura por la tierra y todos debían prepararse para bien morir. "Y vivir, carajo, ¿cuándo se acordarán de nosotros?", preguntó el tío Juan. Y nosotros les decíamos que la fe en Dios y que valía menos el altar que las sandalias de Cristo en Galilea con los pies llenos de tierra como ellos, y con sed y con ganas, como ellos, de matar a medio mundo pero no podía ser porque los buenos y los pobres no matan más que las esperanzas con su corazón y el calor con sus camisetas agujereadas.
Por la tarde casamos a cuarenta personas y bautizamos a noventa y seis hijos de ellas y los niños se divertían mucho al principio con el latín del cura Roberto, nuestras caras solemnes y con el agua y el aceite y la sal hasta que el cura dijo que bastaba ya, que lo haría en castellano, y entonces todos escucharon con respeto las palabras mágicas que no podían entender. Y el tío Juan andaba con su Biblia protestante bajo el brazo recitando versículos de Isaías que tampoco entendía pero negándose a desprenderse de ella hasta que optamos por cambiársela por dos católicas, no por el valor intrínseco sino porque las dos tenían distintas explicaciones para saber de Dios y el tío Juan quería ambas para tener que leer cuando el invierno escondiese su lluvia en los pozos de la montaña.
Esa tarde llegó el obispo acompañado por el dueño de la calera, que contaba los últimos chistes políticos de Buenos Aires y decía que el capataz era un inservible porque no había hecho vestir de domingueros a los trabajadores de la mina. El obispo sonreía porque era comprensivo y tenía que pedir permiso al dueño para el apostolado de los laicos. Hubo una Misa y luego monseñor confirmó como a cien personas que se quedaban admiradas por la bofetada y por el color rojo de su sotana. El hablaba de una vida mejor y todos creían que iban a asfaltar el camino de tierra hasta San Luis y él les decía que los que sufren iban a tener el reino de los cielos y un muchachito moreno y sucio le preguntó si cuando lo tuviesen podría tener también una pelota de fútbol de reglamento y el obispo decidió que había que sonreir cuando el dueño de la mina echó a todos sus obreros para hablar a solas con los misioneros. Había prometido que al año siguiente su casa estaría terminada y nosotros más cómodos y se puso a nuestro servicio para castigar a cualquier lugareño que nos molestase. El padre Roberto comenzó a hablar de la justicia social y el obipo hubo de reconvenirle hasta que el dueño se durmió tras cuatro vasos de vino.
Al anochecer Susana vino como la primera vez, mirando a todos. Se dejó bautizar y el agua se volcó y cayó sobre sus pechos pero no le dio importancia porque tenía más quesos para vender y ya conocía a la gente de Buenos Aires. Y esa noche se quedó con nosotros alrededor del fuego. Al principio no hablaba pero luego de una hora de escuchar, preguntó:
- ¿Cómo son las mujeres donde ustedes viven?.
Como la miramos sorprendidos, se puso colorada porque le daba verguenza no saber cómo eran las mujeres. Y Graciela se acercó y la besó con ternura y comenzó a hablarle de vestidos y de lápices labiales y de tacos altos y ella escuchaba sin comprender hasta que Graciela le trajo un vestido viejo y Susana lloró porque le quedaba bien y prometió traer quesos gratis al día siguiente. Y Graciela le pintó los labios y le puso rimmel en los ojos y ella lloraba como una niña y le daba verguenza que la viesen así, como estaba.
Esa noche las mantas se agitaron más que de costumbre y el cura Roberto decidió que el rosario era una buena compañía para los espíritus misioneros. Y la luna dibujaba sombras en la arena seca del río y hasta más allá, hasta la cabaña de sarmientos sin luz rodeada de pensamientos y miradas que no podían alcanzarla. Y al otro día Susana no vino, que lo hizo al siguiente, cuando ya había que emprender el regreso, y trajo varios quesos de cabra, con el vestido que Graciela le había regalado y aún con las señales del rimmel y las lágrimas en el rostro. Y nos saludamos hasta el año que viene.
Pero al año siguiente no la vimos. Susana había viajado a San Luis y había dado vueltas a la plaza con el vestido nuevo y se había pintado con el dinero que sacó de la venta de sus quesos de cabra hasta que no pudo más. Cuando quiso volver no la dejaron porque ya era tarde para que su cuerpo joven quedara enterrado entre los sarmientos de la sierra a orillas del rio seco. Y sábanas limpias todos los días que había que cambiar luego para cada cliente, cuando aprendió a votar y se hizo hincha de Boca porque ya no había otra cosa que hacer.

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