Francisco Luzuriaga
Golpeó la puerta débilmente y entró en la pequeña Redacción. Se quedó de pie a la espera de que Andrés Ramírez levantara la cabeza de los papeles, que parecía leer con tanta parsimonia como dedicación. Un largo abrigo cubría su cuerpo empequeñecido. Ojos profundos, oscuros, con un brillo que podía ser de penas o de tiempo. Cabeza calva, pequeña; nariz aguileña. Sus manos estrujaban la boina negra como si hubiera en él un fondo de temor o de verguenza.
Andrés sabía lo que le esperaba. Otro de esos pesados de pueblo, ávidos de gloria, que llegaban casi cotidianamente al nuevo diario a ofrecer sus obras maestras y sus historias de imaginarios triunfos, tan lejanos en el tiempo como alejados ellos mismos de la realidad.
- Siéntese, señor, usted dirá...
Se sentó lentamente. Todo lo hacía con lentitud. Retorció aún más la boina entre sus manos. Se notaba que no estaba cómodo, que le costaba hablar.
- Me llamo Luzuriaga. Francisco Luzuriaga...
Quizás esperaba alguna palabra del Director, pero Andrés había aprendido la lección. No iba a mostrarse amable para que el otro largase toda su historia y se entablara una relación peligrosa. Recordaba claramente: cada vez que lo había hecho había salido escaldado, interesándose por gente que había terminado por convertirse en un estorbo. Pero el hombre, de unos sesenta, quizás sesenta y cinco años, no prestó atención a su silencio. Estaba como ensimismado en el suyo. "Si piensa apretarme, pensó Andrés, puedo resistir todo el tiempo que desee".
- Sí, usted dirá, se oyó repetir.
- Bueno, le contaré. Yo he sido periodista y me gusta mucho todo lo literario. Es más, tenemos un grupo en el pueblo que se reune todas las semanas. Leemos, escribimos. Nos ha parecido bueno que salga este otro diario porque pensamos...pensamos que podríamos hacer algo literario aquí, una paginita, no más, lo que se pueda. Usted sabe, la cultura no brilla mucho por aquí.
Se quedó callado. Ya estaba. Lo temido. Pero esta vez Andrés estuvo alerta y rápido.
- Usted también sabe que tenemos poco espacio y muchas noticias. Hombre, lo literario es bueno, pero vende poco. No sé...Quizás se podía probar alguna semana.
- Eso, eso. Se iluminaron los ojos de Luzuriaga. Usted decide. Podemos prepararle algo y usted lo ve. Si le parece bien...
Había que ser brutal para amilanarlo, para no dejarse cercar por la patética simpatía que irradiaba.
- Bien, bien. Entonces podemos quedar en eso. Ustedes me traen algunas de sus cosas y las vemos. ¿De acuerdo?. Ahora bien, y perdóneme la pregunta, ¿han escrito usted y sus amigos alguna vez profesionalmente, para un medio serio?.
El hombrecillo estrujó aún más la boina pero no se inmutó. Con una voz cansada mientras se levantaba de la silla
- Le traeremos nuestras cosas, señor. Sin compromiso, claro. A lo mejor le sirven.
Cuando se fue, tan lentamente como había entrado, Andrés apenas le dedicó un pensamiento. "Otro Nóbel olvidado", masculló.
Esa noche, tras el cierre, cuando recorría sin disimulo los muslos de Susana sentado a una mesa del "Augustus", Andrés preguntó por el hombrecillo. "Es un gallego loco, le informaron. Vive hace veinte años acá y tiene unas tierras y unas cuantas vacas. De vez en cuando organiza conferencias a las que van sus amigos, muy pocos. Es de los "cultos" a los que nadie da bola".
Después de las caricias y el orgasmo se quedó pensando. No intranquilo, pensando sólamente. Susana no conocía de Luzuriaga más que sus caminatas por las calles y hasta la no lejana laguna de Gómez. "Es un tipo raro, le dijo. Parece que lo que más le gusta es caminar en invierno por el campo. ¿Por qué te preocupás por él?".
No le preocupaba en absoluto pero su olfato -recordó al viejo "notero" uruguayo que le había hablado de la nariz como primera sabiduría periodística- le decía que detrás de aquel hombrecillo había una historia. Claro que esa ciudad bonaerense perdida entre trigos y reses no iba a saberlo nunca, agresiva y orgullosa de los indios que había matado y de los gauchos que había expulsado para llenarse de hijos y nietos de "gallegos" y de "gringos" cuyos hijos y nietos iban a la Universidad para aprender a contar mejor sus vacas.
Allí sólo sabían que el sol salía por Buenos Aires, se ponía por donde la laguna y con quiénes adulteraban hombres y mujeres que enviaban su prole al colegio marianista y no la dejaban juntar con los hijos de los tres mil ferroviarios del enorme, tumultuoso barrio de la estación.
- Eso es -había coincidido Susana irónicamente- hasta que los chicos y chicas se ponen los jeans y las remeras ajustados y entonces, mirá vos, se producen las tragedias sociales del hijo de tal, fijáte, con la hija del mecánico, parece mentira. Dentro de cuarenta años los campos se habrán dividido aún más y una multinacional los comprará, pero estos pueblerinos ya tendrán su propia historia y su aristocracia mestiza de guano y grasa de locomotora.
"Cuando el viejo murió, muy pocos se percataron de que había vivido entre ellos. Los hombres que sobreviven entre extraños ni siquiera pueden envejecer en las caras y las casas de su propia historia".
Era el final de un cuento que transcurría en Lequeitio. "Era mi pueblo", había explicado Luzuriaga con su voz lenta. Andrés no había oido hablar nunca de él. Pero sobre su escritorio se habían desparramado los papeles de las tres copiosas, deshilachadas carpetas que el hombrecillo había llevado. Recortes de diarios vascos, de viejos diarios madrileños, de "La Nación" y "La Prensa" en su época de oro. Al lado de Unamuno, Azorín, De la Serna, Borges, Ocampo, Batistessa, aparecía de vez en cuando un Luzuriaga en letras de molde. Miró fijamente al hombrecillo
- ¿Tengo que pedirle disculpas?
- ¿Por...?
- Porque anteayer le traté como a un principiante cualquiera.
Cuando comenzó a publicarse la página -un poema, un cuento, un ensayo- Luzuriaga pareció revivir. Iba todos los días a la Redacción y a veces acompañaba a Ramírez al "Augustus". Susana escuchaba con atención su historia de viejo republicano militante, su pequeña fama naciente en los periódicos españoles, su exilio en Buenos Aires tras la guerra. Su corazón se llenó de ternura cuando le oyó explicar que, a la muerte del cuñado, debió abandonar todo y enterrarse en esa ciudad pampeana para ayudar a su hermana viuda a cuidar de sus tres hijos pequeños y de unas miles de cabezas de ganado.
- De modo, dijo, que en lugar de morir en una guerra morí hace quince años aquí.
Así pasaron varios meses en los que Susana parecía más y más metida en las historias y la vida del viejo republicano. Iba a su casa, le ayudaba en sus tareas literarias, paseaba con él del brazo a vista de todos.
Andrés se dio cuenta una noche. Su mano subrepticia fue rechazada cuando intentó investigar bajo la pollera de la joven. Fue un rechazo suave, pero los ojos de la mujer estaban fijos en Luzuriaga y su rostro se alumbraba con las palabras del viejo. De modo, se dijo el periodista, que ha sido un rechazo maquinal, no pensado; serio, por tanto.
Esa noche ella no apareció por el hotel de Andrés. Ni la siguiente. No iba a decir nada, ¿para qué?. El entusiasmo por el viejo -¿amor, acaso?; no, no era posible- pasaría y todo volvería a la normalidad. Pero no pudo evitar cierto distanciamiento con Luzuriaga. Escribía bien, todavía tenía ideas pero era realmente pesado, como si le hubieran dado un juguete nuevo y necesitase mostrarlo a todo el mundo.
A la tercera noche de ausencia Susana le llevó a otro bar.
- No puedo seguir, dijo. El me necesita. No está muerto, ¿sabés?. Escribir le ha hecho renacer y creo que mi presencia le da alegría y calor...
- Sobre todo, calor de cuerpo humano, supongo, recalcó Ramírez secamente.
- Si es necesario, también calor de ese. Sos un grosero. Vos sabés que lo nuestro no era nada. Bueno, casi nada. Vos necesitás otra cosa, una mujer que se meta en tu casa y te organice y no una mina que se meta en tu cama. ¿Te creés que no me doy cuenta?. Estás sólo, hacés un diario y de vez en cuando tenés ganas de coger. Me gustás pero no hay nada entre los dos. El me necesita, de veras que me necesita, y yo nunca me he sentido necesitada por nadie. Finalmente -nunca supo porqué se puso agresiva- él me da ternura y me escucha. Vos sólo repartís semen y frases de tipo que está por encima de todo.
No la vio en un mes hasta la tarde en que entró en la Redacción, despintada y con mirada de preocupación.
- Vamos, vamos, las ovejas parecen volver al redil...
- No sé dónde está. Desde ayer no lo veo. ¿Ha venido por aquí?.
La miró y disimuló su irritación. Estaba turbada realmente.
- Vino hace tres días y dejó la carpeta de siempre, con las notas para publicar el domingo. Pero no dijo nada. A mi, ¿sabés? -recalcó intencionadamente- hace un mes que nadie me dice nada. Si querés, aviso a la Policía...
- No, no, serán cosas mías. Gracias, gracias. Chau.
El sábado a mediodía Andrés abrió la carpeta del viejo. Entre hojas con poemas de amigos y un cuento corto firmado por él, una nota manuscrita:
"Ramírez: Susana tiene su vida. Mi pasado la enamora y la agobia. Dígale sólamente que en mi final he pensado en ella".
Había resultado cursi el viejo, finalmente. No dijo nada a nadie, claro. Tuvo que hacerlo poco antes de comenzar el verano, cuando la laguna fue limpiada para los bañistas y las lanchas deportivas y el cuerpo de Luzuriaga fue desenterrado del lodo.
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